El pasado día 30 de marzo se fue Duna para siempre.
Desde que comencé a escribir en este blog, la he mencionado en unas
cuantas entradas porque, aparte de haber sido mi gran amiga y fiel compañera,
también tenía rasgos culinarios de extremada curiosidad.
Duna era hija de Pipo y Zeta, dos magníficos ejemplares de raza Golden
retriever. Pipo era el padre de Zeta y a su vez el padre y el abuelo de Duna…
cosas del pedigrí. El propietario es un gran amigo y cuando me dijo que Zeta
había sido madre le pedí que me diera un perrito. Él me dijo que lo acompañara
al garaje de su casa, que era donde estaban. Al verme llegar, tanto Pipo como
Zeta vinieron a saludarme y tras de ellos apareció una perrita que, moviéndose
torpemente, también se acercó a mí para lamerme. En ese mismo momento supe cuál
iba a ser mi cachorro.
El día que llegó a casa, yo tenía pensado llamarla Queen o Cookie.
Entonces se tumbó sobre una alfombra blanca que había debajo de la mesa del
comedor y apareció mi hija, quien al verla exclamó: Es como una duna. Efectivamente,
su color encima de aquella alfombra era como una duna del desierto, así es que,
con ese nombre se quedó.
Desde aquel primer instante, yo tenía claro que Duna era una perrita y
que, por tanto, no me iba a enamorar de ella. La eduqué para que fuera una buena
compañera y… vaya que si lo fue.
Duna tenía un paladar muy exquisito. El veterinario me regaló un saco
de pienso de una marca carísima y a mí me pareció que la diferencia de precio entre
ese pienso y el de los supermercados era excesiva, así que le compré un saco de
cinco kilos en el súper. Al ponerle un puñado en el comedero, lo olió y se fue
sin probarlo. Eso me extrañó, porque Duna te quitaba de en medio para ir
comiendo. Pensé que en unos días se acostumbraría, pero no hubo manera, así que
tuve que regalar los cinco kilos de pienso del súper y probar con alguna otra
marca, o resignarme, y comprar de ese carísimo que me “regaló” el veterinario.
Finalmente di con uno que anunciaba que llevaba buey y verduras y, poco a poco,
se hizo a él. Pero a Duna lo que realmente le encantaba era la comida de los
humanos. Mi hija se hizo íntima de ella, la llamaba su hermana, y eso que le
hacía picias continuamente. Le ponía las gafas de sol, sombreros, un caracol… y
le daba de comer cosas riquísimas pero ardientes, como un arroz con acelgas
recién hecho que quemaba muchísimo, pero a Duna le dio igual.
Un día invité a mis hermanos a comer unos burritos con salsa mole, que
estaban realmente picantes. Cuando llegaron mis hermanos, llamaron al timbre y
dio la casualidad de que el portero automático no funcionaba aquel día, así que
me bajé a abrirles la puerta. Al volver a casa, nos encontramos con que la
sartén estaba en el suelo, limpia como una patena y a Dunita relamiéndose. Se
llevó una buena reprimenda, pero no fue nada comparado con lo ocurrido al día
siguiente. Tenía las tripas hechas polvo y una diarrea espectacular.
En otra entrada contaba que otro día, hice dos solomillos de ibérico a
la plancha y los corté por la mitad, los dejé sobre la tabla y, en un descuido,
se comió una de las mitades. Me miró con cara de disimulo, pero al relamerse,
se descubrió ella sola.
La lista de anécdotas de estos casi doce años que hemos pasado juntos
es interminable. Duna me ha acompañado a todas partes, incluidos algún que otro
restaurante y hoteles en los que al verla tan enorme me decían que no la podía
tener, pero que, al pagar la cuenta, siempre me dijeron que era la perra más
educada que jamás vieron.
Como ya he dicho, desde el primer momento, me fui mentalizando de que
Duna era solo eso, una perrita, pero el día que murió, lloré desconsoladamente.
Y aún sigo pensando en ella, y cuando recuerdo todos los buenos ratos que me ha
dado, sé que Dunita ha sido para mí mucho más que esa perrita que yo quería que
hubiera sido.
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