domingo, 21 de junio de 2020

DUNA


El pasado día 30 de marzo se fue Duna para siempre.

Desde que comencé a escribir en este blog, la he mencionado en unas cuantas entradas porque, aparte de haber sido mi gran amiga y fiel compañera, también tenía rasgos culinarios de extremada curiosidad.

Duna era hija de Pipo y Zeta, dos magníficos ejemplares de raza Golden retriever. Pipo era el padre de Zeta y a su vez el padre y el abuelo de Duna… cosas del pedigrí. El propietario es un gran amigo y cuando me dijo que Zeta había sido madre le pedí que me diera un perrito. Él me dijo que lo acompañara al garaje de su casa, que era donde estaban. Al verme llegar, tanto Pipo como Zeta vinieron a saludarme y tras de ellos apareció una perrita que, moviéndose torpemente, también se acercó a mí para lamerme. En ese mismo momento supe cuál iba a ser mi cachorro.




El día que llegó a casa, yo tenía pensado llamarla Queen o Cookie. Entonces se tumbó sobre una alfombra blanca que había debajo de la mesa del comedor y apareció mi hija, quien al verla exclamó: Es como una duna. Efectivamente, su color encima de aquella alfombra era como una duna del desierto, así es que, con ese nombre se quedó.

Desde aquel primer instante, yo tenía claro que Duna era una perrita y que, por tanto, no me iba a enamorar de ella. La eduqué para que fuera una buena compañera y… vaya que si lo fue.

Duna tenía un paladar muy exquisito. El veterinario me regaló un saco de pienso de una marca carísima y a mí me pareció que la diferencia de precio entre ese pienso y el de los supermercados era excesiva, así que le compré un saco de cinco kilos en el súper. Al ponerle un puñado en el comedero, lo olió y se fue sin probarlo. Eso me extrañó, porque Duna te quitaba de en medio para ir comiendo. Pensé que en unos días se acostumbraría, pero no hubo manera, así que tuve que regalar los cinco kilos de pienso del súper y probar con alguna otra marca, o resignarme, y comprar de ese carísimo que me “regaló” el veterinario. Finalmente di con uno que anunciaba que llevaba buey y verduras y, poco a poco, se hizo a él. Pero a Duna lo que realmente le encantaba era la comida de los humanos. Mi hija se hizo íntima de ella, la llamaba su hermana, y eso que le hacía picias continuamente. Le ponía las gafas de sol, sombreros, un caracol… y le daba de comer cosas riquísimas pero ardientes, como un arroz con acelgas recién hecho que quemaba muchísimo, pero a Duna le dio igual.



Un día invité a mis hermanos a comer unos burritos con salsa mole, que estaban realmente picantes. Cuando llegaron mis hermanos, llamaron al timbre y dio la casualidad de que el portero automático no funcionaba aquel día, así que me bajé a abrirles la puerta. Al volver a casa, nos encontramos con que la sartén estaba en el suelo, limpia como una patena y a Dunita relamiéndose. Se llevó una buena reprimenda, pero no fue nada comparado con lo ocurrido al día siguiente. Tenía las tripas hechas polvo y una diarrea espectacular.

En otra entrada contaba que otro día, hice dos solomillos de ibérico a la plancha y los corté por la mitad, los dejé sobre la tabla y, en un descuido, se comió una de las mitades. Me miró con cara de disimulo, pero al relamerse, se descubrió ella sola.

La lista de anécdotas de estos casi doce años que hemos pasado juntos es interminable. Duna me ha acompañado a todas partes, incluidos algún que otro restaurante y hoteles en los que al verla tan enorme me decían que no la podía tener, pero que, al pagar la cuenta, siempre me dijeron que era la perra más educada que jamás vieron.

Como ya he dicho, desde el primer momento, me fui mentalizando de que Duna era solo eso, una perrita, pero el día que murió, lloré desconsoladamente. Y aún sigo pensando en ella, y cuando recuerdo todos los buenos ratos que me ha dado, sé que Dunita ha sido para mí mucho más que esa perrita que yo quería que hubiera sido.


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