miércoles, 26 de octubre de 2011

LA CURIOSIDAD EN LA COCINA: PAELLA DE "LA ROJA"


Un compañero y buen amigo me dijo el otro día que había que echarle bemoles para añadirle sal a un gin-tonic de Hendriks y Feber Tree, al precio que va la ginebrita y la tónica Feber Tree, por mucha sal austriaca y carísima que fuera. Y lo cierto es que no le falta razón. Sin embargo, he de decir que fue producto de un ataque de curiosidad, y que ya había probado antes con otros gin-tonics más de andar por casa, y que por eso, también, descubrí lo de la Salz Welten, después de haber probado con otras sales como la maldon, la de SeleQtia de Eroski, muy buena, por cierto, la del Himalaya y alguna que otra más sin conseguir el efecto deseado. También intenté poner una hojita de hierbabuena con un resultado deleznable.

El gusto es uno de los sentidos que mantiene más los recuerdos junto con el olfato y el tacto. Basta con tocar un trozo de tela de terciopelo para recordar de por vida cómo es. También cuesta olvidar el aroma de un buen jamón serrano de cerdo ibérico de bellota y, cómo no, quién puede olvidar el sabor de los callos que preparaba nuestra abuela… Es algo imposible.

Por eso, es fácil imaginar que si a un guiso le añadimos alguna especia, o simplemente, lo cocinamos de manera diferente a la habitual, sabrá de determinada manera, y por lo general, no nos solemos equivocar. El problema viene cuando tratamos de saber a qué puede saber algo que nunca ha existido ni siquiera en nuestra imaginación, como la sal sobre un gin-tonic, o la miel de una conífera hecha por nosotros mismos.

Por eso, algo parecido nos ocurrió cuando le dimos un tiento a la miel de ciprés por primera vez, en especial, sabiendo que nos habíamos pasado de maduración, porque el color era ya más tirando a rancio. Pero la curiosidad nos pudo y descubrimos su excelencia y cómo podíamos repetirla sin pasarnos de tiempo.

También hubo algo de curiosidad al mezclar nuestra ensalada de tomate y pepino con plátano de Canarias y leche condensada, aunque en ese caso, nuestra memoria de los sabores nos había dado ya bastantes pistas.

En cualquier caso, la curiosidad es la madre de la creatividad. Si no tenemos curiosidad por saber, nunca daremos los pasos necesarios para crear algo y, no estoy hablando de la creatividad según Meyer o la de los cientos de autores que han definido el término, sino de la mera creatividad de un amante de la cocina.

Por curiosidad se me ocurrió hacer unos callos según la receta del all i pebre y salió algo exquisito. También por curiosidad se me ocurrió lo del caviar de champagne, que ubicado sobre unas ostras… ¡mmmmmm! Eso por no hablar del postre de ceps rebozados, los espaguetis de sepia con gambas al curry de queso, o la ya famosa paella de “La Roja”. Todas estas y muchas recetas más aparecen en el libro Psicología en la Cocina, paso a paso, para que el lector se anime a quitarse el rubor y el estrés, y dedique un ratito a relajarse cocinando. Merece la pena. (Por cierto, que ya estoy preparando una segunda parte con más recetas y consejos como los de esta entrada).

En julio de 2010, cuando se veía venir que la selección española de fútbol podía hacer un buen papel en la copa del mundo, se nos ocurrió que debíamos crear algún plato que nos identificara. Una pizza habría sido muy sencilla de hacer, porque basta con poner el tomate sobre la masa, y una banda de queso en el medio. Pero una pizza no representa a España ni de lejos, así que pensamos que debía de ser un arroz hecho en paella. La idea estaba bien, pero había que darle forma, así que se nos ocurrió que un poquito de salsa de tomate en los laterales podía ser una solución para hacer nuestra bandera española. Aquello fue un desastre, porque la salsa de tomate entraba por el arroz y se distribuía por toda la paella y, por si esto fuera poco, el gusto no era nada del otro mundo, sino más bien malo… nos cargamos la paella.

Sin embargo, un buen día en el que ya estábamos sensibilizados con el tema, viendo unos carabineros sobre el mostrador de la cocina del hotel, nos entró la curiosidad y decidimos hacer una salsa batiendo las cabezas y utilizar los cuerpos para hacer algo en el centro de la paella. Así nació este arroz, cuya base es la de un arroz de mariscos, enriquecido con los carabineros y el caldo de las cabezas para formar las dos bandas rojas de nuestra bandera. Esta salsita no se la comía el arroz y, además, le confería un color más acorde con nuestra Enseña Nacional y… un gusto magnífico.

Lo probé en mi casa, a modo de laboratorio y, efectivamente, quedó maravillosa, aunque ciertamente, un poco fea porque no disponía de las herramientas adecuadas, así es que se la expliqué a nuestro Chef y él la repitió en la cocina del hotel con el mismo resultado, pero esta vez con una vista mil veces mejor. La propusimos como plato a distribuir en todos los restaurantes de toda Cullera siempre que “La Roja” ganara la final y… aquel día 11 de julio de 2010, lo hizo.

Cuando Luis, el jefe de salón, apareció con aquella paella, los clientes lo celebraron con un sonoro aplauso, pero aquello no fue nada comparado con sus comentarios cuando la probaron. Fue una cuestión de curiosidad y tenacidad, o cabezonería, si se prefiere.


Esta fue la primera paella de la roja que hice para mí: fea, pero ¡Qué rica!


sábado, 22 de octubre de 2011

EL ENTRENAMIENTO POSITIVO: ESPAGUETIS CASEROS

                            ESTA ENTRADA ES UN CAPÍTULO DEL LIBRO PSICOLOGÍA EN LA COCINA.

El otro día descubrí un utensilio de cocina ciertamente curioso. Se trata de una máquina que sirve para hacer espaguetis, canelones, lasaña, y tallarines. La vi en un centro comercial y me enamoré de ella en el acto. Ya sé que es muy sencillo ir al “super” y coger una bolsa, porque además, ahora los hacen para todos los gustos, de todos los colores, y tanto en fresco, como en seco. Pero no es lo mismo que comerte una pasta elaborada por ti mismo de principio a fin.

Lo cierto es que mi primera experiencia fue un tanto traumática, como ahora paso a relatar, y es una clara demostración de que el entrenamiento positivo de Skinner es sumamente útil.

En primer lugar hay que elaborar la masa, y siguiendo unas sencillas normas, se consigue con cierta facilidad. Vamos a poner un cuarto de bolsa de harina (unos 250 grs.), tres huevos, una pizca de sal y un chorrito de aceite de oliva virgen extra. Batimos los huevos, les añadimos la harina, la pizca de sal y el chorrito de aceite, y amasamos hasta conseguir una masa compacta, que no se nos pegue a los dedos. Una vez que la tengamos, la dejamos reposar unos quince minutos. Hasta aquí todo bien.

Ahora tenemos que enfrentarnos a la maquinita. Su peso hacía pensar que se trataba de un producto de calidad, y las instrucciones vienen redactadas para cualquiera que no sepa ni siquiera leer, porque son unos dibujos como los de los mueblitos de IKEA.  Así que decidimos hacer lo que decían los dibujitos: Sacamos la máquina de la caja, la acomodamos en un lateral de la encimera, o en una mesa y la fijamos con el tornillo que la acompaña. Seguidamente, ponemos la palanca en el orificio indicado en el primer paso, que es el de chafar la masa. Observamos que viene un regulador de grosor, con muchas posiciones, así que empezamos por la gruesa para facilitar la labor.


                                                          Instrucciones de la máquina.

Volvemos a la masa, que ya ha descansado incluso algo más de esos quince minutos, y la partimos en cuatro trozos, para hacer cuatro bolitas. Cogemos la primera, la espachurramos un poco con la palma de la mano contra la encimera, y la pasamos por la parte ancha de la máquina maravillosa. Le damos a la manivela, y nos sale más chafadita. Ahora ponemos la posición fina y volvemos a pasar la masa, comprobando que, como por arte de magia, se ha convertido en algo parecido a una lasaña muy larga, que ya podemos recortar para hacer canelones o la misma lasaña. Pero habíamos decidido hacer tallarines, así que ahora viene la segunda parte, que es cambiar la palanca de la posición de “planchado” a la de hacer tallarines, coger esa masa planchadita y pasarla por la máquina.

La primera vez, y digo la primera vez porque, por aquello del ensayo-error, hubo unas cuantas, conforme iba cayendo la masa sobre la encimera, se iba convirtiendo otra vez en una bola de masa informe, eso sí, hecha tiritas. Nada, no pasa nada, se vuelve a amasar y empezamos otra vez desde el principio.

La segunda vez, la pasé apoyando la masa planchadita sobre la máquina y estirando de abajo para evitar que cayera sobre la encimera y hacerse otra vez una bola informe… Al momento la masa dejó de correr porque se había pegado a la parte superior de la maquinita, y conforme estiraba, se iba haciendo la cosa más fina hasta romperse. Reconozco que en este punto ya empecé a imprecar, aunque sin perder del todo los nervios. No pasa nada, volvemos a amasar y a empezar desde el principio.

La tercera, que suele ser la vencida, pensé que, añadiendo algún eslabón más a la cadena de conducta, es decir, poniendo un poquito de harina en la parte superior de la maquinita del demonio, la masa correría y, en principio, lo hacía hasta que se quedaba sin la sutil capa de harina y volvía a pegarse en el acero. Sin embargo, esta vez, había conseguido fabricar unos tallarines de buen porte, aunque algo cortos: unos quince centímetros, a pesar de lo cual, me sentí orgulloso. Cuando los intenté colgar de un palo para que se secaran, es cuando me di cuenta de lo ridículos que eran, así que decidí que sería mejor hacer otra vez la bolita, amasarla y empezar de nuevo, o mejor aún, tirar las bolitas de masa a la basura, justo delante de esa maquinita del infierno.

Ya tenía las cuatro bolitas en la mano, dispuesto a arrojarlas, airado, en el cubo de la basura cuando, súbitamente, tuve una visión: Con la mano izquierda podía ir poniendo la tira de masa poco a poco para evitar que se pegara, con la derecha, podía ir recogiendo los tallarines terminados y… ¿Con qué le doy vueltas a la manivela? ¿con la…?... ¿Y si ponía un poco más de harina en las bolitas de masa para evitar que se pegaran a la puta máquina?

Ahí me tienes, amable lector, amasando de nuevo con más harinita, para hacer unas bolitas menos compactas. La cosa es que los dos primeros pasos se me daban ya de maravilla, pero en cuanto quería hacer los tallarines, hay que ver cómo se torcía la tarea. Antes de meter mis planchitas de masa en el agujero de los tallarines, pensé que quizá, si la cortaba por la mitad, resultaría más sencillo que salieran bien y me puse manos a la obra… El resultado final mejoró bastante, pero seguían siendo horribles. No obstante, decidí cocerlos en agua y, sorprendentemente, estaban deliciosos.

Como la experiencia es un grado, la siguiente vez que decidí hacer uso de la maquinita, ya comencé por poner más harina en la masa, de manera que evité los intentos fallidos de la vez anterior. En segundo lugar, recorté las tiras de masa en dos para evitar que me volviera a pasar esa monstruosidad, y finalmente, en algo más de cinco minutos de trabajo efectivo, es decir, descontando los quince minutos de espera, y el ratito de secado en los palos, conseguí confeccionar unos tallarines de bastante buen porte y aspecto casi profesional, aunque ciertamente, me seguían pareciendo algo cortos y pensé que eso se debía mejorar. La siguiente vez, lo que hice fue montar mi (otra vez, y por fin) maravillosa máquina pegada al borde de la mesa, de suerte que la distancia entre la salida de los tallarines y el suelo es de 70 cm., espacio más que suficiente para poder recogerlos y cortarlos al tamaño deseado, o sencillamente, no cortarlos. Así, puedo decidir si los quiero muy largos, medianos o más cortitos.

Hay otra opción, que consiste en hacerlos entre dos personas: una que ponga la masa y la recoja, y otra que le dé vueltas a la manivela. Saben mejor porque estás bien acompañado y además, tu acompañante, te puede sugerir alguna salsita para hacerlos. Si se toma nota de mi turbulenta experiencia, como hice yo, con un poquito de entrenamiento positivo, os auguro un placer incomparable porque los espaguetis que salen de esta máquina son deliciosos, y con dos minutos de cocción, basta para obtener cuatro raciones.


lunes, 17 de octubre de 2011

LA PACIENCIA: MIEL DE CIPRÉS


En más de una receta hemos apelado a la paciencia del cocinero, ya sea por la elaboración del plato o por la tardanza en ver los resultados, como sería el caso de los marinados, o más larga aún, la elaboración de las anchoas, a las que hay que dejar en salazón durante tres meses.

Una conducta común entre los humanos es perder la paciencia cuando se espera algo con vehemencia. Por ejemplo, cuando nos compramos un vehículo nuevo y lo queremos un poco personalizado, tenemos la idea de que en un par de días lo vamos a ver en nuestro aparcamiento. Pero, cuando nos dice el vendedor que es cuestión solamente de esperar unos seis meses… Entonces vamos a otro concesionario, y a otro, y a otro. Pero nos da lo mismo, porque en todos ellos nos dicen lo mismo.

En el caso que nos ocupa, hemos visto cómo en cuestión de segundos, y por arte de la magia de la televisión, se consigue una preciosa miel de abeto en tan solo unos segundos, pero vamos a la cruda realidad.

En nuestro caso, hay unos preciosos cipreses en la puerta de casa que están cargados de bolas con semillas en su interior y, después de documentarnos, hemos descubierto que las propiedades del ciprés son aún mejores que las del abeto, así que hemos decidido elaborar un tarrito de miel de ciprés, como experimento, para más adelante hacerla en mayor cantidad, siempre que el resultado no sea algo deplorable.

Nos imaginamos que el porcentaje de los ingredientes debe ser más o menos el mismo que el que vimos en el reportaje de la miel de abeto, así que nos pusimos manos a la obra: más o menos cinco bolas del ciprés y unos cincuenta gramos de azúcar. Los metimos en un frasco de cristal y los pusimos al cálido sol del verano.
Pasados unos días fuimos a comprobar cómo iba nuestra miel, descubriendo con cierto desánimo que el azúcar se había solidificado y las bolas campaban por sus respetos.

Como si fuéramos tontos de baba, estábamos cada día mirando a ver si nuestra miel estaba ya elaborada… pobres abejitas, si les pasa lo mismo.

Al cabo de un mes, ya ni nos acordábamos de las bolitas del ciprés, ni del azúcar, ni de la miel. Suponemos que esta conducta es similar a la del comprador del coche, que pasados dos o tres meses, casi preferirían otro modelo posterior o… qué más da un coche que otro. Pero un buen día, limpiando el rincón en el que habíamos dejado nuestro tarrito, lo descubrimos, y vemos que en su interior hay unas briznas negruzcas y algo espeso y oscuro en su interior.

Entonces recordamos que eso debe de ser nuestra miel, pero creemos que, pasados tantos meses (debieron de ser unos siete u ocho), aquello es un producto más digno de arrojar a la basura que de una cata culinaria.


                                        Después de cuatro semanas, ya va cogiendo colorcillo y gusto.


Nuestra curiosidad, algo a lo que debemos dedicar un capítulo, nos induce a abrir el tarro, que por cierto está más duro que los cantos rodados, y el aroma… no es malo, no. Todo lo contrario. Metemos la yema del dedo índice, la impregnamos del producto en cuestión y ponemos una mínima cantidad en la punta de la lengua, por si acaso se ha convertido en algún veneno desconocido, comprobando que se ha obrado el milagro y que aquella cosa horrible se ha convertido en algo realmente delicioso: ya teníamos elaborada nuestra magnífica miel de ciprés. Aunque a juzgar por su aspecto, seguramente que ha sobrado bastante tiempo, por lo que el nuevo tarrito que ya hemos dejado al sol, va a permanecer ahí, si es que no lo olvidamos también, unos dos o tres meses nada más. Es solamente cuestión de paciencia… y de memoria.

domingo, 2 de octubre de 2011

EL MEJOR GIN-TONIC DEL MUNDO

No hay placer comparable al de sentarse en una terraza frente al mar y disfrutar de un buen gin-tonic a la caída de la tarde.

El gin-tonic debe llevar solamente lo que indica su nombre: ginebra y tónica. Sin embargo hay quien se empeña en añadirle jugo de lima o de limón, desequilibrando la perfecta simbiosis de ambos elementos.
Quizá, para comprender mejor lo que debe ser un gin-tonic haya que echar mano de su historia; una historia que casi todo el mundo conoce, pero que nadie pone en práctica…

Nos hemos de trasladar al año 1783, cuando Johan Jacob Schweppe, un joyero residente en Ginebra, descubre la forma de añadir anhídrido carbónico al agua envasada en botellas, y con esto inventa el sifón, o para los más técnicos, el agua de soda. Con la patente, se traslada a Londres, donde este tipo de bebidas está de moda, y funda la compañía Schweppes & Co.

Casi un siglo después, en 1870, en plena expansión de los ingleses en La India, se dispara una gran epidemia de malaria y los médicos prescriben un extracto de corteza de quinina para paliar sus efectos. Schweppes & Co. Añaden dicho extracto a su bebida de soda y con ello nace el agua tónica, de sabor menos desagradable que el de el medicamento en sí. El resto de la historia se puede imaginar conociendo a los ingleses… Una pizca de ginebra en el producto generaba un efecto más demoledor para la enfermedad y, por supuesto, mucho más agradable para el paladar.

Si nos atenemos a esta receta, es fácil concluir que el gin-tonic original consistía en una mínima, o para ser claros, y si conocemos bien a los ingleses, una buena cantidad de ginebra mezclada con ese tónico descubierto por Schweppe. Se dice que la ginebra utilizada era la Bombay porque se fabricaba en dicha ciudad.

Podemos estar de acuerdo en que es necesario añadirle hielo a la mezcla, y más aún en que si ponemos hielo de iceberg, es decir de agua superpura, pues mejor que mejor, pero resulta que no es tan fácil encontrarlo en todas las latitudes, así que vamos a conformarnos con un hielo de agua menos pura, que se puede fabricar en casa con agua mineral de montaña, o si se quiere ser más purista, con esa misma agua tratada por ósmosis inversa.

Ahora nos falta el aroma. Si mezclamos limón o lima con nuestro coctel, directamente nos lo cargamos porque la preciosa burbuja de la tónica se deteriora con el ácido del limón.
Hay bares muy refinados que lo que hacen es exprimir cuidadosamente la piel del limón contra el cristal del vaso, pensando que así solamente queda el aroma de la fruta, pero nada más lejos de la realidad. Ese extracto viene con multitud de impurezas que van a parar a nuestro delicado estómago, y el olor es tan penetrante, que puede con la delicadeza de los aromas que componen la ginebra. 

Hay un acuerdo casi generalizado en que la cantidad de ginebra que debe llevar el gin-tonic perfecto es de 6 cl. Pero no estamos de acuerdo en absoluto porque, dependiendo de la ginebra o de la tónica que utilicemos, debe variar a más o a menos.

Para Schweppes, el gin-tonic ideal consiste en utilizar un vaso ancho con cuatro hielos y escanciar en él los consabidos 6 cl. De ginebra, por supuesto al gusto, y una tónica de su marca, removiéndolo después.  Sin embargo, para Hendricks, lo ideal es poner 6 cl. de su magnífica ginebra en un vaso ancho con los mismos cuatro hielos, y rellenar con tónica al gusto. Otro tanto ocurre con el resto de las ginebras y de las tónicas, para todas las cuales, el mejor gin-tonic del mundo se debe elaborar exclusivamente con su producto.

Hay ginebras que, ya sea por su grado de alcohol, que debería girar en torno a los 43º y los 47º, o por su aroma, que está en función de los elementos que componen su destilado, pueden resultar en exceso aromáticas, o embriagantes si mezclamos esos 6 cl. con tónica, quedando mucho más rica una cantidad algo menor: entre 4 y 5 cl.  Y por el contrario, hay otras de menor grado alcohólico que requieren entre 7 y 8 cl. para hacernos disfrutar de nuestro cóctel.

Entrando en el capítulo de las tónicas, hay algunas marcas como la madre del invento, que resultan mucho más ácidas que otras, por ejemplo la Feber Tree, a la que nuestro ilustrísimo Ferrán Adriá encumbró en su momento, al ser la que él consume en sus mezclas, y ya se sabe que si un genio como Adriá la aconseja, será porque es buena.

Antes de pasar al gin-tonic ideal, vamos a revisar algunos de los más abominables que nos han perpetrado en nuestra vida.

En cierta ocasión, un barman, y desgraciadamente no es el único, nos colocó un buen chorro de zumo de limón en el fondo del vaso para destrozar por completo lo que podía haber sido algo menos insultante. Otro de los peores gin-tonics que hemos probado en nuestra vida (puede que el peor con diferencia), nos lo ajustició otro saleroso barman, al que se le ocurrió que era una idea genial agitar la botella de tónica y hacer una pequeña incisión en la chapa, de manera que el líquido salió a presión, naturalmente destrozando la burbuja.

Las propias marcas, quizá por eso de ser ingeniosas, también se buscan la mejor manera de estropear algo que puede resultar delicioso en extremo. Por ejemplo, Hendricks aconseja acompañar su gin-tonic con una rodaja de pepino, porque en su composición es el ingrediente estrella. Yo no me imagino tomar un gin-tonic de ginebra Bombay Sapphire con una barrita de regaliz dando vueltas por mi vaso, por la simple razón de que sea uno de sus ingredientes estrella, y aborrecería si me sirvieran un gin-tonic de London Gin con una barrita de canela.

Vamos a dejar a elección del consumidor la marca, tanto de la ginebra como de la tónica, dejando claras las advertencias de que hay ginebras muy aromáticas y otras menos, así como tónicas más acidas que otras. En el caso de las tónicas, también es recomendable acertar con la burbuja, puesto que también hay variaciones de unas marcas a otras.

No pensemos que el precio de los ingredientes va a resultar clave para el producto final, puesto que hay ginebras baratas con las que se obtiene un resultado más que aceptable. Que nadie se olvide de Humprey Bogart con su ginebra Gordons a bordo de la Reina de África.

Y con estas premisas, vamos a elaborar el mejor gin-tonic del mundo. El vaso es uno de los elementos fundamentales. Habitualmente se habla de vaso ancho, pero es mucho mejor una copa que cierre un poco por la boca para poder percibir mejor todos los aromas. También nos va a permitir disfrutarlo sin necesidad de calentar el contenido con nuestras manos si la cogemos por el pie. En cualquier caso, nunca, absolutamente nunca, utilizaremos vasos de tubo.

Pondremos en el interior tres o cuatro cubitos de hielo del más puro que podamos obtener y enfriamos con él la copa girándola sobre sí misma.

La naranja y El limón son algunos de los ingredientes más generalizados a la hora de realizar el destilado de la ginebra, y por eso hay quien considera que es preciso poner una rodajita de limón o al menos una peladura fina. Lo ideal es obviar este paso, pero en cualquier caso, es mucho mejor poner una hoja tierna de limonero, que nos va a aportar una sutil aproximación al aroma del cítrico, sin desprender nada de sí. Además, el color verde intenso resulta muy agradable a la vista.

Vamos a tener en cuenta lo que apuntábamos acerca del aroma y el grado de alcohol para calcular la cantidad de ginebra necesaria y, aunque cada cual es muy dueño de su paladar, nosotros nos decantamos por dos ginebras, desgraciadamente, de las caras, aunque una de ellas mucho más asequible que la otra: Bombay, preferiblemente Sapphire y Hendricks. La primera tiene 47º, y un buen aroma, por lo que pondremos 5 cl. La otra tiene un grado alcohólico menor, pero un aroma muy marcado a pepino y a pétalos de rosa, con lo que vamos a poner la misma cantidad de 5 cl.

Nos queda la tónica. Para el gin-tonic de Bombay, la compañera ideal es la tónica Schweppes, porque acompaña el cítrico de la tónica al ya utilizado en la confección de la propia ginebra. En el caso de la Hendricks, la perfecta compañera es alguna tónica más suave de cítrico y más intensa de sabor, como la Fever Tree. Este combinado resulta bastante caro, pero hay que tener en cuenta que el placer de beber un gin-tonic relajado merece la pena.

Si queremos darle un toque exótico a nuestro gin-tonic perfecto, lo ideal es lo siguiente: tomaremos una copa algo cerrada de boca y le pondremos cuatro cubitos de hielo puro. A continuación añadiremos de 5 a 6 cl. De Hendriks gin y verteremos con cuidado por uno de los laterales una botella de tónica Fever Tree para no perder ni un ápice de su burbuja. Por último tomaremos un molinillo de cristal con Ursalz los Alpes de la casa Salz Welten y daremos dos leves giros sobre nuestro combinado. Es importante usar esta sal porque no es agresiva con la delicada burbuja de la tónica y sin embargo le aporta unos aromas y un retrogusto salado que contrasta con el dulzor de la ginebra. Sencillamente excelente.




sábado, 1 de octubre de 2011

Cosas raras

Una de las características de la cocina de fusión, tan en boga, es combinar los platos o algunos productos de diferentes raíces. En Perú, por ejemplo, se guisa de manera parecida a Japón, y en Puerto Rico se utilizan multitud de productos de origen hindú. Esto produce una mezcla de sabores que, con un poquito de ingenio, nos van a generar un bienestar psicológico incalculable.

Hay sabores que realmente se confunden y, si los encubrimos con un poquito de maña, no sabemos realmente si se tratan de algo dulce o salado. Por ejemplo, la salsa Chutney es bastante picantita, pero sin embargo es dulce, ácida, y sirve para acompañar a las carnes saladas, o a los pescados, por supuesto, salados también. Para saber en qué consiste eso de la salsa chutney bastaría con escribirla en google y saldrían bastantes recetas, pero podemos evitar este paso. Se trata de una salsa de origen hindú, que se utiliza mucho en la cocina sudamericana, en especial puertorriqueña y costarricense. Para hacerla, vamos a picar media cebolla y un par de dientes de ajo, y los ponemos en una sartén con aceite de oliva o mantequilla. Cuando veamos que van cayendo, les añadimos un vasito de vinagre, tres cucharadas de azúcar, una pizca de jengibre rallado, una o dos cayenas y unos cubitos de fruta, para lo cual nos puede valer cualquiera, desde la manzana o la sandía, hasta la calabaza o el tomate. Dejamos que coja la textura de la mermelada y ya está. Una receta realmente curiosa es acompañar esta salsa con un solomillo de ibérico salpimentado, rociado de café de tueste natural molido y asado en la parrilla. El café no se nota en la lengua, pero sí en el paladar, confiriéndole un gusto celestial.

Ahora vamos a imaginar una ensalada en toda regla con su tomatito, su pepino y una pizca de remolacha. Le podemos agregar una vinagreta, una pizca de aceite de oliva virgen y sal, o podemos utilizarla para confeccionar un postre. ¿Qué cómo? Pues muy sencillo: Vamos a agregarle unos trocitos de plátano de Canarias y en lugar de la sal, el aceite o el vinagre, le ponemos leche condensada. Es un postre riquísimo que va a contracorriente, como el salmón, pero os aconsejo que lo probéis. La remolacha ya es dulce de por sí, así que podemos obviarla y dejar el postre solamente con el plátano, el tomate y el pepino.

Si queremos potenciar el gusto del flan y del chocolate, no hay nada mejor que añadirle una cantidad generosa de pimienta negra recién molida. Lo primero ya lo hacían los romanos, lo segundo, no, porque no conocían el chocolate, ya que nos llegó de las Américas unos cuantos añitos después. Unos bombones deliciosos los podemos confeccionar utilizando unas onzas de chocolate negro a las que añadiremos unas gotitas de aceite de oliva, una pizca de sal marina (maldon) y, por supuesto, la pimienta negra recién molida. Los dejamos unos 30 segundos en el microondas y sale una delicia insospechada.

Por no perder el gusto a chocolate, también lo podemos hacer en tempura y fritito. La curiosidad es que la tempura, en lugar de hacerla con agua, la vamos a hacer con Coca-cola muy fría y harina de tempura. Rebozamos el chocolate y lo freímos en aceite muy caliente. Aquí la gracia es combinar diferentes tipos de chocolate: negro, con leche, con avellanas o almendras y blanco, y juntarlos todos en la misma bandeja. Así, cuando lo comamos nos pasará como a Harry Potter con los caramelos que se comen en el tren y, aunque ninguno sabrá a mocos, no dejará de resultar una experiencia divertida y super rica.

solomillo al café con chutney
Este tipo de mezclas raras es una forma como otra cualquiera de enriquecer nuestro recetario y, si sale rico, lo debemos anotar, pero si sale desastroso, también, no vaya a ser que dentro de unos cuantos años, lo volvamos a repetir y a cometer el mismo error.