lunes, 17 de octubre de 2011

LA PACIENCIA: MIEL DE CIPRÉS


En más de una receta hemos apelado a la paciencia del cocinero, ya sea por la elaboración del plato o por la tardanza en ver los resultados, como sería el caso de los marinados, o más larga aún, la elaboración de las anchoas, a las que hay que dejar en salazón durante tres meses.

Una conducta común entre los humanos es perder la paciencia cuando se espera algo con vehemencia. Por ejemplo, cuando nos compramos un vehículo nuevo y lo queremos un poco personalizado, tenemos la idea de que en un par de días lo vamos a ver en nuestro aparcamiento. Pero, cuando nos dice el vendedor que es cuestión solamente de esperar unos seis meses… Entonces vamos a otro concesionario, y a otro, y a otro. Pero nos da lo mismo, porque en todos ellos nos dicen lo mismo.

En el caso que nos ocupa, hemos visto cómo en cuestión de segundos, y por arte de la magia de la televisión, se consigue una preciosa miel de abeto en tan solo unos segundos, pero vamos a la cruda realidad.

En nuestro caso, hay unos preciosos cipreses en la puerta de casa que están cargados de bolas con semillas en su interior y, después de documentarnos, hemos descubierto que las propiedades del ciprés son aún mejores que las del abeto, así que hemos decidido elaborar un tarrito de miel de ciprés, como experimento, para más adelante hacerla en mayor cantidad, siempre que el resultado no sea algo deplorable.

Nos imaginamos que el porcentaje de los ingredientes debe ser más o menos el mismo que el que vimos en el reportaje de la miel de abeto, así que nos pusimos manos a la obra: más o menos cinco bolas del ciprés y unos cincuenta gramos de azúcar. Los metimos en un frasco de cristal y los pusimos al cálido sol del verano.
Pasados unos días fuimos a comprobar cómo iba nuestra miel, descubriendo con cierto desánimo que el azúcar se había solidificado y las bolas campaban por sus respetos.

Como si fuéramos tontos de baba, estábamos cada día mirando a ver si nuestra miel estaba ya elaborada… pobres abejitas, si les pasa lo mismo.

Al cabo de un mes, ya ni nos acordábamos de las bolitas del ciprés, ni del azúcar, ni de la miel. Suponemos que esta conducta es similar a la del comprador del coche, que pasados dos o tres meses, casi preferirían otro modelo posterior o… qué más da un coche que otro. Pero un buen día, limpiando el rincón en el que habíamos dejado nuestro tarrito, lo descubrimos, y vemos que en su interior hay unas briznas negruzcas y algo espeso y oscuro en su interior.

Entonces recordamos que eso debe de ser nuestra miel, pero creemos que, pasados tantos meses (debieron de ser unos siete u ocho), aquello es un producto más digno de arrojar a la basura que de una cata culinaria.


                                        Después de cuatro semanas, ya va cogiendo colorcillo y gusto.


Nuestra curiosidad, algo a lo que debemos dedicar un capítulo, nos induce a abrir el tarro, que por cierto está más duro que los cantos rodados, y el aroma… no es malo, no. Todo lo contrario. Metemos la yema del dedo índice, la impregnamos del producto en cuestión y ponemos una mínima cantidad en la punta de la lengua, por si acaso se ha convertido en algún veneno desconocido, comprobando que se ha obrado el milagro y que aquella cosa horrible se ha convertido en algo realmente delicioso: ya teníamos elaborada nuestra magnífica miel de ciprés. Aunque a juzgar por su aspecto, seguramente que ha sobrado bastante tiempo, por lo que el nuevo tarrito que ya hemos dejado al sol, va a permanecer ahí, si es que no lo olvidamos también, unos dos o tres meses nada más. Es solamente cuestión de paciencia… y de memoria.

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