domingo, 27 de noviembre de 2011

LA MEMORIA EN LA COCINA: MERMELADA DE TOMATE

Hubo una época gloriosa en mi infancia, en la que mi madre contrató a una cocinera excepcional llamada Amelia. Se trataba de una mujer entrada en años y con un carácter endiablado pero que cocinaba de maravilla.

Amelia había servido con anterioridad en el domicilio de unos señores italianos y aprendió a dominar algunas suertes de esa cocina que resultaban exquisitos, al menos, para un niño de poco comer, como lo era yo por aquel entonces. No en vano, venía semanalmente una enfermera que se hacía llamar la señorita María Teresa. Nunca entendí lo de señorita, porque si Amelia estaba entrada en años, esta estaba pasada de años, pero en fin, la cosa es que venía a ponerme unas inyecciones dolorosísimas de calcio, o eso decía, porque lo que es el calcio, había un bebedizo llamado Calcio-20, que estaba buenísimo, que nos poníamos hasta las trancas y que, digo yo, que ya haría su trabajo.

Volviendo al tema de Amelia, preparaba entre otros platos de pasta exquisitos, unos canelones que no se los saltaba un gitano, y una pizza sencillamente descomunal. La base era de masa más bien gruesa, por lo que imagino que para su confección emplearía una generosa porción de levadura, porque el resto, si mi memoria no me falla, se componía de harina, agua, un chorrito de aceite y una pizca de sal, pero aquí está la clave del asunto: mi memoria.

La memoria no es otra cosa que una interacción sináptica de las neuronas, y tiene su función primordial en el hipocampo. Dicho así suena la mar de científico, pero cuesta creer que sea tan sencillo porque, ¿por qué somos capaces de recordar lo que llevaba esa masa, y no la cantidad de levadura? O por complicar algo más el asunto, ¿por qué no se nos olvida jamás el aroma de la colonia que llevaba aquella niña que nos robó el corazón en plena pre-pubertad, y sí la de su santa madre? Es una cuestión de motivación, y es que la motivación juega un papel fundamental a la hora de guardar nuestras vivencias en la memoria.

Otro aspecto que resulta de vital importancia para no olvidar, o si se prefiere, para recordar con mayor fluidez, es el uso, o en otras palabras, la repetitividad. Recuérdese la canción de Clodomiro “el ñajo”, quien para no olvidar que tenía que comprar una libra de clavos y un formón, le puso música y lo repetía continuamente, aunque para su desgracia, tan pegadiza fue la música, que al final solo fue capaz de silbar la melodía, olvidando lo que realmente tenía que comprar.

En la cocina, la memoria es fundamental para recordar, no ya los ingredientes, sino los diferentes sabores, porque solamente de memoria podemos deducir si una determinada especia puede enriquecer nuestro guiso, o por el contrario, echarlo a perder.

Yo tengo por norma escribir todas mis recetas y las innovaciones a las que las someto, tanto si es para bien como si es para mal, es decir, si lo que he hecho es algo rico, o una aberración que ha dado al traste con el plato, cosa que pasa pocas veces, pero que no hay que descartar. Y todas esas recetas las guardo en el ordenador, en una carpeta que se llama “recetas”, más que nada por si acaso, porque de mi memoria me fío más bien poco.

Sin embargo, y como ya he dicho anteriormente, la motivación es fundamental para el recuerdo y es curioso que algunos hechos acontecidos en mi infancia y que, a priori, son totalmente anodinos, no se me olvidan jamás. Por ejemplo: la confección de la mermelada de tomate. Claro está que en aquellos tiempos no había más entrada en mi chip de memoria culinaria de la mermelada que la de tomate elaborada en casa por Amelia con la ayuda de Pascuala y la de mi propia madre, que también se ponía manos a la obra para elaborar toda esa barbaridad de mermelada.

Lo primero era escaldar los tomates, dejándolos cocer en agua durante el tiempo justo para poderlos pelar sin dificultad, pero que no perdieran sus facultades. A continuación había que pelarlos y ponerlos en aquellos peroles enormes. Mi madre decía que había que poner mitad de azúcar que de tomates, pero Amelia no la hacía caso y ponía más o menos la misma cantidad de un producto que del otro sin importarle demasiado al resultado final, porque quedaba algo exquisito.

El paso de los años, sin embargo, me llevó a conocer otros tipos de mermeladas, entre las que conocí la de fresa y me enamoré de ella. Tanto fue así, que dejé de lado la de tomate durante una buena parte de mi vida, hasta que un buen día, noté que me apetecía volver a comer aquella delicia de mi infancia y la busqué por todos los supermercados sin éxito, porque entonces no la vendían. Si quería comer mermelada de tomate, debía elaborarla yo mismo. La primera que hice fue con un kilo de tomates y otro de azúcar, pero salió demasiado dulce y con muchos tropezones. Sin duda, había olvidado algún paso. Entonces pensé que con un bote de tomate triturado y tamizado, de los que venden en todas las tiendas, podía obviar el paso del escaldado, que es el más desagradable, y me di cuenta de que el paso olvidado fue precisamente ese: el triturado del producto base, porque Amelia lo pasaba todo por el pasapurés antes de pesarlo y ponerlo en el perol.  Este segundo intento de elaborar mi propia mermelada con el bote de tomates tamizados fue un rotundo éxito y, desde entonces, la fabrico así con cierta asiduidad, y es un acompañamiento ideal para el foie gras, las croquetitas o sencillamente para untar unas tostadas en el desayuno.


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