Esta es una de esas recetas ancestrales y
deliciosas donde las haya cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos,
aunque algunos dicen que la primera noticia que se tuvo de ellos fue allá por
1599. No obstante, el ilustre entre los ilustres cocinero, D. Agustín Lahrdy
los servía en su restaurante hace un par de siglos. Madrid es una ciudad
acogedora de gentes de todos los rincones del mundo, y por lo tanto, sería muy
difícil intentar escudriñar entre todos ellos para ver quién fue el guapo que
los trajo y de dónde, pero lo cierto es que nos da casi igual.
Psicológicamente, los callos de ternera a la
madrileña, con su patita, su morro y su jamón serrano son un magnífico aliado
de la paciencia, de los sentidos y un agente estresante paliativo, casi como el whisky del gran maestro de psicólogos Donald Michenbaum, diría yo, porque como
todo lo bueno de esta vida es preciso consumirlo en su justa medida, ya que el
exceso puede generar algún que otro contratiempo, por ejemplo digestivo o de
aumento del colesterol.
En la receta debemos incorporar:
1 Kg de callos o
tripas de ternera
1 mano de cerdo o
de la misma ternera
200 gr de morro
del mismo animal
1 hueso de cerdo.
2 morcillas (a
ser posible, asturianas)
2 chorizos.
Unos taquitos de
jamón serrano
1/2 cebolla
entera y 2 cebollas muy picaditas
3 dientes de ajo
4 tomates
cortados en concasé (puede valer ½ bote de tomate triturado)
1 vaso de vino
blanco (opcional)
2 guindillas
1 hoja de laurel
Pimentón de La
Vera picante
Aceite de oliva
virgen extra
Sal
En la actualidad
los callos pueden adquirirse ya limpios y precocidos, lo cual facilita bastante
las cosas, porque de lo contrario habría que empezar por lavarlos bien en agua
con vinagre y cocerlos un par de veces tirando el agua de la primera cocción. En
nuestro caso, los hemos comprado ya precocidos, que se nos antoja mucho más
cómodo, así que los pondremos en una cazuela con agua, el hueso, media cebolla
entera y la hoja de laurel y lo pondremos al fuego, dejándolos hasta que se
queden blandos, pero no deshechos, que será como un par de horas. Entre tanto,
en una cazuela aparte, pondremos también en agua las morcillas y los chorizos
para que suelten su grasa. Esto se puede hacer en el mismo puchero anterior,
pero es mejor que cuezan durante menos tiempo, y desechar la grasa. Una vez que
esté todo cocido, separamos el caldo de la cocción, colándolo, y lo reservamos.
En una cazuela de
barro quedan mucho más ricos, pero también nos puede valer un perol y no
desmerecen. Pondremos en el recipiente elegido un chorrito de aceite de oliva
virgen extra, y cuando esté humeando, añadimos las cebollas picaditas y los
dientes de ajo machacados, pero enteros, un puñadito de sal, y dejamos que se
vayan haciendo a fuego lento.
Una vez que esté
la cebolla blandita, añadimos el jamón y dejamos que se sofría para añadir acto
seguido una pizca de pimentón de La Vera picantito y el tomate y dejamos que
continúe su cocción. Algunos cocineros echan una cucharadita de harina para que
espese, pero no creemos que sea necesario, porque además, así, quedan algo más
ligeros.
Cuando veamos que
el tomate está frito, añadimos el vino. Ya hemos dicho que este paso es
opcional, pero realmente le da un encanto especial. Subimos el fuego y dejamos
que vaya perdiendo el alcohol e incorporándose al guiso.
Las guindillas se
pueden echar cuando mejor nos venga: freírlas junto con la cebolla, añadirlas
ahora que ya está el vino sin alcohol, o esperar al final, por si algún
comensal no los quiere demasiado picantes. Es como si queremos añadirle algo de
pimienta y nuez moscada. A nosotros nos encanta, pero no a todo el mundo, por
eso ni siquiera las hemos escrito entre los ingredientes. Sin embargo…
Y ya tenemos la
salsita preparada para añadir el resto de la carne, así que lo hacemos, le
damos unas vueltas y esperamos a que se incorpore todo, más o menos unos diez o
quince minutos.
Es importante
comprar pan reciente para mojar en la salsa y… me voy a comer, perdón.