lunes, 22 de febrero de 2016

MEJILLONES EN ESCABECHE

No sé si en algún momento he hablado acerca de mi experiencia escolar a lo largo de mi infancia, pero fue bastante amarga desde el primer día que pisé el colegio. Mis primeros recuerdos me trasladan a una imagen, vestido con un ridículo babi a rayas blancas y azules, con los cuellos de plástico rígido y con una monja irlandesa explicándome a tortazo limpio lo que debía de hacer.

Unos meses antes, mis padres me llevaron a un lugar en el que unos curas me pasaron un montón de test y dedujeron que mi inteligencia era colosal, así que decidieron que mis inicios escolares debían ser en un lugar la mar de agresivo, rodeado de niños un año más mayores que yo, y con unos personajes vestidos de negro de los pies a la cabeza, que parecían extraterrestres y que me hablaban en una lengua también extraterrestre, al menos para mí: el inglés.

Yo no entendía una sola palabra de lo que me decían, pero debía de ser muy gracioso porque mis compañeros se reían mucho. Poco tiempo después aprendí las primeras palabras, que sonaban más o menos así: “Ruamires, get on your knees in that corner”. Y yo ya sabía que me tenía que poner de rodillas en la esquina que la monjita señalaba, y que solía coincidir con la de al lado de la puerta, donde empezaba el encerado. Un montón de tortazos después, pensaba ya en inglés, o al menos en eso que llaman “spanglish”. A día de hoy sigo haciendo las cuentas en el endiablado idioma. Pero a esto hay que sumarle el hecho de que, como era el más pequeño de la clase y las monjitas me trataban a tortazos, pues mis compañeros también lo hacían así, en especial, uno llamado Lorenzo.

Pues sí, fui víctima de lo que hoy se conoce como bullying, no solo por parte de mi querido compañero Lorenzo y su banda, sino con el aplauso de todas aquellas monjitas.

Pero, se conoce que en aquellos tiempos éramos más fuertes que ahora y cuando nos pisaban, nos levantábamos y tirábamos “palante”, o al menos es lo que hice yo, y hoy día, llevo más de treinta años trabajando en un colegio y, en la medida de mis posibilidades, tratando de evitar que mi historia se repita.

Pero este es un blog de cocina y psicología, así que vamos al grano. Una vez superados aquellos primeros escollos, mi vida escolar siguió unos derroteros imaginables, aunque desconocidos en una familia de niños brillantes. Es decir, que yo suspendía hasta el recreo, o… bueno quizá el recreo no, porque en ese tiempo de ocio descubrí algo que me llegó a emocionar: los bocadillos de mejillones en escabeche. Costaban por aquel entonces un duro, sí, cinco pesetas, y estaban deliciosos. Anhelaba con ahínco (y esta es una frase que me enseñó Don Ángel, el profe de Lengua) que llegara el recreo para deleitarme con uno de esos bocatas. Desde entonces, cuando pillo una lata de mejillones en escabeche, la devoro mojando pan en su salsita.

Ayer, Gloria, compró una cantidad ingente de mejillones para que yo elaborara una fideuá y se me ocurrió que el sobrante de mejillones podía convertirse en uno o varios bocatas de esos que me entusiasman, y que, por ende, podrían resultar mucho más de mi agrado, porque puedo poner el grado de picante elegido y seleccionar los mejillones más grandes y bonitos. Me bastó con echar mano de esa memoria gustativa de la que ya he hablado para sacar una receta magnífica (aunque reconozco que miré varias en Internet).

½ Kg de mejillones
Unas bolas de pimienta negra
4 hojas de laurel
2 ajos
1 cucharada pequeña de pimentón de La Vera picante
1 Cucharada sopera de pimentón de La Vera Dulce
½ cebolla
½ vaso de vinagre de vino
Aceite de oliva virgen extra

Lo primero que hay que hacer es limpiar bien los mejillones (si son gallegos, mejor, pero las clóchinas valencianas tampoco le van a la zaga) quitándoles las barbas. Los ponemos en una cazuela tapada y los dejamos que se vayan abriendo. Si estamos pendientes, lo mejor es ir sacando de uno en uno los que se vayan abriendo (este truco lo saqué de Internet y es bueno). Cuando los tengamos todos abiertos, los reservamos en un bol con el jugo que saquen.

Ponemos en una sartén un chorrito de aceite de oliva virgen y echamos los ajitos cortados en láminas, las bolas de pimienta, las hojas de laurel y la cebolla picada en bruinoise, y dejamos que se vaya confitando a fuego muy lento. Cuando veamos que ya está blandito, retiramos del fuego y le añadimos las dos cucharadas de pimentón y removemos para que se fría, pero sin quemarse. Le ponemos el vinagre y lo devolvemos al fuego, que ahora debe estar más fuerte para que se vaya un poco el aroma del vinagre.

Añadimos los mejillones con el caldo de cocción y dejamos que sigan cociendo a fuego muy bajo durante unos cinco minutos. Le echamos un chorrito de aceite de oliva virgen extra y apagamos el fuego.

Ahora es fundamental la paciencia, porque lo ideal es que se enfríen y dejarlos por lo menos 24 horas antes de comerlos.


Aguantan muchísimo tiempo en la nevera y más de una semana a temperatura ambiente.


Bueno, vale que no se ven bien...

Ahora ya sí, en forma de tentenpié

Nada más rico en este mundo



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