Este es uno de esos platos que me
llevan directamente a la más tierna infancia. En mi casa se hacía al menos una
vez a la semana, igual que la paella, aunque la paella caía siempre, siempre en
domingo y este arroz con tomate y huevos fritos era más propio de los jueves.
Es curioso lo sistemático que se manejaba el recetario en mi familia.
Mi madre, que como ya he dicho en
muchas ocasiones no ha cocinado en su vida, o al menos en la mía, era una
maniática de la reiteración en las recetas. Me explico: salvo en verano, no sé
qué se comía a diario en casa porque mi hermano Jorge y yo siempre comíamos el “delicioso”
recetario de los jesuitas del colegio Nuestra Señora del Recuerdo, donde nos
surtían de sopas de fideos, de estrellas, de letras… Y de segundo no solían
faltar los prehistóricos palitos de merluza con espinas (no sé si aquellas
espinas las ponían después de fabricarlas para justificar el origen incierto
del producto), el lomo o las chuletas de cerdo y los huevos.
Pues bien, el único día que
comíamos es casa, que era el domingo, porque el sábado había cole, el menú lo
componían una especie de “paella”, que era arroz con pollo, verduras y cosas,
de primero, y un pollo encebollado de segundo. Y las cenas, que esas sí que caían
todos los días, consistían invariablemente en un hervidito valenciano, con sus
judías verdes, su patata y su cebolla, y una merluza rebozada y frita.
He de reconocer que hubo algunos
tiempos gloriosos en los que Amelia nos hacía pizzas, canelones y alguna que
otra exquisitez italiana, pero la vida sigue y todo evoluciona… bueno, casi
todo.
De los mejores recuerdos que
guardo en mi memoria, no solamente culinaria, sino general, figura la paella
que hacía junto con mi padre en el paellero del chalé de La Florida. En realidad,
él solamente echaba el arroz, porque todo lo demás venía preparado desde la
cocina, pero no importaba, porque era ese rato que pasaba hablando con él y me
contaba historias familiares y de sus negocios. Pero vamos a nuestra receta.
En casa, el arroz blanco se
servía solamente con tomate y huevo frito. Sin embargo, en el hotel Sicania iba
acompañado con un plátano frito. Si tenemos en cuenta que a mí no me gusta el
plátano, ni crudo ni frito, podemos dar por hecho que me sobra como ingrediente,
aunque en la mayoría de las recetas que aparecen por Internet, figura como algo
fundamental. En cualquier caso, si lo cortamos en láminas y las espachurramos
con ayuda de papel film y el fondo de un cazo, de manera que queden finas y
feas, si las rebozamos en harina y huevo, y las freímos en aceite muy caliente, quedan crujientes y pueden resultar un buen acompañamiento.
En cuanto al arroz, hay quien
habla de las excelencias del basmati y de otros tipos de arroz alargados, pero queda
mucho más rico con el senia, el albufera o, (¡qué carajo!) con el bomba de toda
la vida.
Quizá la gracia esté más en la
salsa de tomate, porque el que servían en el colegio llevaba una especie de fluido
acuoso de color rojizo que en nada recordaba al de casa y en el Sicania, era
menos acuoso y ciertamente más sanguíneo, pero, así mismo, con muy poca gracia.
Empezaremos elaborando una buena salsa
de tomate, para lo cual, utilizaremos media cebolla cortada en brunoise fino y
la ponemos en una sartén con una pizca de sal y un chorrito de AOVE con fuego
muy bajo y la tapa puesta para que sude hasta que quede pochada. Añadimos una
cucharadita de pimentón dulce, removemos, echamos un vasito de vino y dejamos que
se vaya eliminando el alcohol. Finalmente, ponemos un bote de tomate tamizado y
removemos de vez en cuando.
En cuanto al arroz, hay a quien le
gusta sin nada de almidón. Esto se consigue lavándolo con agua en un colador o, directamente con el basmati lavado.
También hay quien prefiere que conserve el almidón para que quede más pastoso.
A mí, para hacerlo en esta elaboración, prefiero dejarlo con su almidón y sofreírlo
con una cucharada de AOVE antes de echar el agua. También me gusta poner uno o
dos dientes de ajo machacados y en camisa, y una pizca de sal.
Para terminar, freímos dos huevos al gusto, es decir que al que le gusten con puntilla que los fría con bien de aceite muy caliente y a quien le gusten “sin pompitas” (esta expresión es de una amiga de mi hija) mejor freírlos con menos aceite y a menor temperatura.
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