No sé si en algún momento
he hablado acerca de mi experiencia escolar a lo largo de mi infancia, pero fue
bastante amarga desde el primer día que pisé el colegio. Mis primeros recuerdos
me trasladan a una imagen, vestido con un ridículo babi a rayas blancas y azules,
con los cuellos de plástico rígido y con una monja irlandesa explicándome a
tortazo limpio lo que debía de hacer.
Unos meses antes, mis
padres me llevaron a un lugar en el que unos curas me pasaron un montón de test
y dedujeron que mi inteligencia era colosal, así que decidieron que mis inicios
escolares debían ser en un lugar la mar de agresivo, rodeado de niños un año
más mayores que yo, y con unos personajes vestidos de negro de los pies a la
cabeza, que parecían extraterrestres y que me hablaban en una lengua también extraterrestre,
al menos para mí: el inglés.
Yo no entendía una sola
palabra de lo que me decían, pero debía de ser muy gracioso porque mis
compañeros se reían mucho. Poco tiempo después aprendí las primeras palabras,
que sonaban más o menos así: “Ruamires, get on your knees in that corner”. Y yo
ya sabía que me tenía que poner de rodillas en la esquina que la monjita
señalaba, y que solía coincidir con la de al lado de la puerta, donde empezaba
el encerado. Un montón de tortazos después, pensaba ya en inglés, o al menos en
eso que llaman “spanglish”. A día de hoy sigo haciendo las cuentas en el
endiablado idioma. Pero a esto hay que sumarle el hecho de que, como era el más
pequeño de la clase y las monjitas me trataban a tortazos, pues mis compañeros
también lo hacían así, en especial, uno llamado Lorenzo.
Pues sí, fui víctima de
lo que hoy se conoce como bullying, no solo por parte de mi querido compañero
Lorenzo y su banda, sino con el aplauso de todas aquellas monjitas.
Pero, se conoce que en
aquellos tiempos éramos más fuertes que ahora y cuando nos pisaban, nos
levantábamos y tirábamos “palante”, o al menos es lo que hice yo, y hoy día,
llevo más de treinta años trabajando en un colegio y, en la medida de mis
posibilidades, tratando de evitar que mi historia se repita.
Pero este es un blog de
cocina y psicología, así que vamos al grano. Una vez superados aquellos
primeros escollos, mi vida escolar siguió unos derroteros imaginables, aunque
desconocidos en una familia de niños brillantes. Es decir, que yo suspendía
hasta el recreo, o… bueno quizá el recreo no, porque en ese tiempo de ocio
descubrí algo que me llegó a emocionar: los bocadillos de mejillones en
escabeche. Costaban por aquel entonces un duro, sí, cinco pesetas, y estaban
deliciosos. Anhelaba con ahínco (y esta es una frase que me enseñó Don Ángel,
el profe de Lengua) que llegara el recreo para deleitarme con uno de esos
bocatas. Desde entonces, cuando pillo una lata de mejillones en escabeche, la
devoro mojando pan en su salsita.
Ayer, Gloria, compró una
cantidad ingente de mejillones para que yo elaborara una fideuá y se me ocurrió
que el sobrante de mejillones podía convertirse en uno o varios bocatas de esos
que me entusiasman, y que, por ende, podrían resultar mucho más de mi agrado,
porque puedo poner el grado de picante elegido y seleccionar los mejillones más
grandes y bonitos. Me bastó con echar mano de esa memoria gustativa de la que
ya he hablado para sacar una receta magnífica (aunque reconozco que miré varias
en Internet).
½ Kg de mejillones
Unas bolas de pimienta
negra
4 hojas de laurel
2 ajos
1 cucharada pequeña de
pimentón de La Vera picante
1 Cucharada sopera de
pimentón de La Vera Dulce
½ cebolla
½ vaso de vinagre de vino
Aceite de oliva virgen
extra
Lo primero que hay que
hacer es limpiar bien los mejillones (si son gallegos, mejor, pero las
clóchinas valencianas tampoco le van a la zaga) quitándoles las barbas. Los
ponemos en una cazuela tapada y los dejamos que se vayan abriendo. Si estamos
pendientes, lo mejor es ir sacando de uno en uno los que se vayan abriendo
(este truco lo saqué de Internet y es bueno). Cuando los tengamos todos
abiertos, los reservamos en un bol con el jugo que saquen.
Ponemos en una sartén un
chorrito de aceite de oliva virgen y echamos los ajitos cortados en láminas,
las bolas de pimienta, las hojas de laurel y la cebolla picada en bruinoise, y
dejamos que se vaya confitando a fuego muy lento. Cuando veamos que ya está
blandito, retiramos del fuego y le añadimos las dos cucharadas de pimentón y
removemos para que se fría, pero sin quemarse. Le ponemos el vinagre y lo
devolvemos al fuego, que ahora debe estar más fuerte para que se vaya un poco
el aroma del vinagre.
Añadimos los mejillones
con el caldo de cocción y dejamos que sigan cociendo a fuego muy bajo durante
unos cinco minutos. Le echamos un chorrito de aceite de oliva virgen extra y
apagamos el fuego.
Ahora es fundamental la paciencia,
porque lo ideal es que se enfríen y dejarlos por lo menos 24 horas antes de
comerlos.
Aguantan muchísimo tiempo
en la nevera y más de una semana a temperatura ambiente.
Bueno, vale que no se ven bien...
Ahora ya sí, en forma de tentenpié
Nada más rico en este mundo