En diversas ocasiones he apelado
a la paciencia como buena aliada de las más deliciosas recetas. La paciencia
puede ser pasiva o activa. Cuando voy a pescar y tiro la caña, lo que espero
sentir es el tirón de la captura y me llena de gozo cuando al fin la veo reposando
en el barco, después de esperar un rato variable en modo pasivo y el ratito de
lucha, en modo de paciencia activa. Al hacer miel de ciprés, o cuando curamos
olivas, hay que esperar durante días, e incluso durante meses para ver y
disfrutar el resultado. Pero en este caso, la paciencia no puede ser más
pasiva. Pues bien, la receta que hoy traigo es un clarísimo ejemplo de
paciencia activa, de minuciosidad absoluta.
Yo tengo por costumbre comprar el
marisco vivo, ya sea la langosta, el bogavante, el buey o las centollas y las
pongo directamente en el congelador para matar así dos pájaros de un tiro, y
nunca mejor dicho. Por una parte, me ahorro el sufrimiento del animalito, que
va a morir de manera irremediable por congelación, y de paso, mato también el
posible anisakis si lo hubiere.
De momento estamos en estado de
paciencia pasiva, porque hasta que lo puedes cocinar con garantías de haber
eliminado el anisakis, pueden pasar a gusto tres o cuatro días. Por eso,
aprovecho para comprar el marisco cuando lo veo vivo en la pescadería y no me
suele faltar alguna pieza en el congelador, donde puede pasar una buena temporada.
Una vez que sacamos el buey, que
es el que hoy nos ocupa, del congelador, hay que dejarlo que se descongele,
también en estado de paciencia pasiva, para lo cual, lo que hago es sacarlo del
congelador y meterlo en la nevera. Esto nos va a llevar al menos otro día de
espera.
Un momento clave para que la cosa
no se tuerza es la cocción. Existen diferentes teorías y medidas muy exactas
utilizadas por grandes chefs que a mí no me valen porque soy digamos que
bastante caótico y me fío más del ojo propio. Así, pongo al bicho en una
cazuela en la que se encuentre cómodo y relleno de agua hasta cubrirlo por
completo. Lo saco y pongo esa agua al fuego fuerte con un puñado de sal y una
hoja de laurel. Cuando empieza a hervir fuerte añado el buey y lo dejo unos
cinco minutos al fuego vivo y otros tres a fuego lento. Como ya he dicho, los
tiempos son orientativos, porque yo me guío más por el aspecto. Una cocción
escasa nos va a llevar a que el buey esté crudo y resulte difícil trabajar con
él, pero una cocción excesiva no va a echar a perder el producto. Hay quien
mete el buey en agua con hielo nada más sacarlo del calor, pero yo prefiero
dejarlo un rato al aire y otro en la nevera para que no pierda sus jugos.
Ahora vamos a ponernos en el
estado de paciencia activa. Una vez que el buey esté atemperado y podamos
trabajar con él sin quemarnos, hay que separar el caparazón del resto del
cuerpo. No es difícil si nos ayudamos con un buen cuchillo de cocina. Y ahora
es cuando podemos analizar el contenido y la cocción. Es maravilloso cuando lo
abres y encuentras un buen pegote de hueva coloradita. Con una cuchara vamos
separando cada parte de la cabeza: la hueva, los sesos… en fin, todo lo que
sale solo y sin espinas y lo vamos depositando en un bol. Cuando el caparazón
quede vacío, retiramos la parte espinosa que hay en la zona delantera y lo
reservamos.
Las pinzas se abren
maravillosamente si las golpeamos en diferentes lugares con la parte trasera del
cuchillo y suelen salir enteras, pero en este caso hay que retirar la espina
que llevan dentro. El resto de la pinza también suele salir muy bien y esto
viene limpio. Nos podemos ayudar con una puntilla para extraer toda la carne.
Las patas tienen una parte
aprovechable que es la de la coyuntura y también se abren muy bien golpeándolas
con la parte posterior del cuchillo.
Y vamos con el resto del cuerpo.
En la parte superior suele quedar un resto de carne cremosa como la de la
cabeza que podemos retirar con la cuchara. Ahora partimos el esqueleto en dos
partes y con toda la paciencia activa del mundo vamos a ir retirando toda la
carne. Mi consejo es despiezar en varios trozos para facilitar la labor y, eso sí,
hay que tener un cuidado extremo para no meter ninguna parte espinosa en el bol
en el que estamos recuperando la carne.
Una vez que tenemos el buey
desespinado y desmigado podemos proceder a montar el plato. Yo hoy he
aprovechado el caparazón porque he titulado la receta “buey de mar relleno con
salsa rosa”, pero lo habitual es comérmelo directamente del bol una vez aliñado
con la salsa a modo de salpicón o coctel de buey de mar.
Tal cual tenemos la carne del
buey está delicioso, pero mejora ostensiblemente si le añadimos un cogollo de
lechuga de Tudela picadito muy fino, un par de piparras cortadas en finísimas láminas y le añadimos la salsa rosa que vamos a
proceder a realizar.
En primer lugar, hay que hacer
una mayonesa con un huevo entero, sal, azúcar, vinagre y aceite suave. La clave
para que no se nos corte es poner la batidora en el fondo del vaso e ir
levantando conforme se vaya ligando. La cremosidad se consigue a base de aceite.
Si la queremos más consistente ponemos más aceite y si la queremos menos
consistente, pues una de dos, o ponemos menos aceite o, si ya la tenemos hecha
y no la queremos tan dura, la clarificamos con un poco de agua.
Mezclamos en un bol tres
cucharadas soperas de mayonesa, una cucharada de kétchup, una cucharadita de
mostaza, un chorrito de salsa Worcestershire, o sea, la salsa Perrins de toda
la vida y si la queremos con vidilla y a mí me gusta con bien de vidilla, unas
gotas de tabasco.
Vamos a añadir el cogollo de
lechuga picadito y la piparra con la carne del buey y le añadimos la salsa, que tiene que
ser abundante. Mezclamos bien y ya tenemos nuestra receta elaborada.
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