jueves, 4 de marzo de 2021

ZARAJOS

 

Hoy vamos a adentrarnos, de nuevo, en la casquería, ese submundo cárnico al que puedes adorar u odiar con la misma facilidad. Reconozco que, al menos en mi caso, no hay término medio, porque hay productos de casquería que me vuelven loco, y otros que me producen, al menos cierto reparo (entiéndase asco), aunque son clara minoría. Y, curiosamente, un mismo producto me puede producir reacciones contrarias dependiendo del animal del que procedan, por ejemplo, el hígado, ya que el de conejo, de pato, de pollo y hasta incluso el de cordero me encanta bien fritito o en algún otro tipo de preparación y, sin embargo, el de ternera o cualquier otro animal de más envergadura me produce repelencia.

En el caso que nos ocupa, los zarajos, que son básicamente lo mismo que las gallinejas, me pueden transportar al cielo. ¿Cuál es la diferencia entre ambos productos? Pues básicamente que los zarajos son más de Cuenca y las gallinejas de Madrid, pero en ambos casos estamos hablando de tripas fritas de cordero o de cabrito. En el primer caso se enredan en un par de ramitas de sarmiento dándoles una forma más redondeada, y en el segundo son los trocitos de entresijos los que ayudan a dar la forma sin que se desbarajusten. Así que no es de extrañar que hayan sido denominados con diferentes nomenclaturas, porque si, así de entrada, nos dicen que vamos a degustar un plato de tripas enredadas, o de tripas con entresijos, a lo mejor ni si quiera nos molestamos en probar. El nombre de las gallinejas lo da el origen de la receta, pues, al parecer, en sus albores, se elaboraban con las tripas de la gallina, pero luego la cosa derivó.

Me reconozco amable consumidor de ambos productos, pero siempre en bares y tabernas, en especial, en la famosa “Freiduría de Gallinejas” de Embajadores y, los zarajos, en una taberna que hace chaflán en la calle Andrés Mellado, cuyo nombre no recuerdo, a la que me llevó por primera vez mi hijo, otro gran consumidor del producto en cuestión. Antes las había consumido el Cuenca y aledaños, como el morteruelo, otra posible guarrería celestial.

La primera vez que vinieron a casa para ser elaboradas en mi cocina supe enseguida que algo había fallado, porque estaban realmente malos. Olían fatal y sabían aún peor. Por aquellos tiempos aún no existía Internet y me limité a sacarlas del paquetito y a comerlas sin ninguna otra medida de cocinado. Afortunadamente no las tiré a la basura y se me ocurrió que, tal vez, bien fritas, podían mejorar, como así ocurrió.

En la actualidad las hago conforme a una receta que descubrí navegando por la Red y que me pareció que podían quedar sublimes. La idea es hacerlas rodajas, salpimentarlas y untarlas con aceite, ajo y perejil antes de freírlas durante un buen rato en aceite bien caliente.

Mi padre era de Santa Cruz de Moya, un pueblo de la Serranía de Cuenca que linda con Valencia y Teruel. Él consideraba que eso de los zarajos era una porquería, pero mi tío Antonio no opinaba de la misma manera y me llevó a probarlas al bar del pueblo donde solía ir a tomar el aperitivo. En realidad, su idea no iba encaminada a comer zarajos, sino a dar una vuelta y tomar una cerveza fresca después del paseo, pero ahí fue donde los probé por primera vez en mi mocedad (o más bien en mi niñez) y donde me enamoré de ellos.

En esta ocasión los acompañé de una parmentiere 






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