domingo, 27 de noviembre de 2011

LA MEMORIA EN LA COCINA: MERMELADA DE TOMATE

Hubo una época gloriosa en mi infancia, en la que mi madre contrató a una cocinera excepcional llamada Amelia. Se trataba de una mujer entrada en años y con un carácter endiablado pero que cocinaba de maravilla.

Amelia había servido con anterioridad en el domicilio de unos señores italianos y aprendió a dominar algunas suertes de esa cocina que resultaban exquisitos, al menos, para un niño de poco comer, como lo era yo por aquel entonces. No en vano, venía semanalmente una enfermera que se hacía llamar la señorita María Teresa. Nunca entendí lo de señorita, porque si Amelia estaba entrada en años, esta estaba pasada de años, pero en fin, la cosa es que venía a ponerme unas inyecciones dolorosísimas de calcio, o eso decía, porque lo que es el calcio, había un bebedizo llamado Calcio-20, que estaba buenísimo, que nos poníamos hasta las trancas y que, digo yo, que ya haría su trabajo.

Volviendo al tema de Amelia, preparaba entre otros platos de pasta exquisitos, unos canelones que no se los saltaba un gitano, y una pizza sencillamente descomunal. La base era de masa más bien gruesa, por lo que imagino que para su confección emplearía una generosa porción de levadura, porque el resto, si mi memoria no me falla, se componía de harina, agua, un chorrito de aceite y una pizca de sal, pero aquí está la clave del asunto: mi memoria.

La memoria no es otra cosa que una interacción sináptica de las neuronas, y tiene su función primordial en el hipocampo. Dicho así suena la mar de científico, pero cuesta creer que sea tan sencillo porque, ¿por qué somos capaces de recordar lo que llevaba esa masa, y no la cantidad de levadura? O por complicar algo más el asunto, ¿por qué no se nos olvida jamás el aroma de la colonia que llevaba aquella niña que nos robó el corazón en plena pre-pubertad, y sí la de su santa madre? Es una cuestión de motivación, y es que la motivación juega un papel fundamental a la hora de guardar nuestras vivencias en la memoria.

Otro aspecto que resulta de vital importancia para no olvidar, o si se prefiere, para recordar con mayor fluidez, es el uso, o en otras palabras, la repetitividad. Recuérdese la canción de Clodomiro “el ñajo”, quien para no olvidar que tenía que comprar una libra de clavos y un formón, le puso música y lo repetía continuamente, aunque para su desgracia, tan pegadiza fue la música, que al final solo fue capaz de silbar la melodía, olvidando lo que realmente tenía que comprar.

En la cocina, la memoria es fundamental para recordar, no ya los ingredientes, sino los diferentes sabores, porque solamente de memoria podemos deducir si una determinada especia puede enriquecer nuestro guiso, o por el contrario, echarlo a perder.

Yo tengo por norma escribir todas mis recetas y las innovaciones a las que las someto, tanto si es para bien como si es para mal, es decir, si lo que he hecho es algo rico, o una aberración que ha dado al traste con el plato, cosa que pasa pocas veces, pero que no hay que descartar. Y todas esas recetas las guardo en el ordenador, en una carpeta que se llama “recetas”, más que nada por si acaso, porque de mi memoria me fío más bien poco.

Sin embargo, y como ya he dicho anteriormente, la motivación es fundamental para el recuerdo y es curioso que algunos hechos acontecidos en mi infancia y que, a priori, son totalmente anodinos, no se me olvidan jamás. Por ejemplo: la confección de la mermelada de tomate. Claro está que en aquellos tiempos no había más entrada en mi chip de memoria culinaria de la mermelada que la de tomate elaborada en casa por Amelia con la ayuda de Pascuala y la de mi propia madre, que también se ponía manos a la obra para elaborar toda esa barbaridad de mermelada.

Lo primero era escaldar los tomates, dejándolos cocer en agua durante el tiempo justo para poderlos pelar sin dificultad, pero que no perdieran sus facultades. A continuación había que pelarlos y ponerlos en aquellos peroles enormes. Mi madre decía que había que poner mitad de azúcar que de tomates, pero Amelia no la hacía caso y ponía más o menos la misma cantidad de un producto que del otro sin importarle demasiado al resultado final, porque quedaba algo exquisito.

El paso de los años, sin embargo, me llevó a conocer otros tipos de mermeladas, entre las que conocí la de fresa y me enamoré de ella. Tanto fue así, que dejé de lado la de tomate durante una buena parte de mi vida, hasta que un buen día, noté que me apetecía volver a comer aquella delicia de mi infancia y la busqué por todos los supermercados sin éxito, porque entonces no la vendían. Si quería comer mermelada de tomate, debía elaborarla yo mismo. La primera que hice fue con un kilo de tomates y otro de azúcar, pero salió demasiado dulce y con muchos tropezones. Sin duda, había olvidado algún paso. Entonces pensé que con un bote de tomate triturado y tamizado, de los que venden en todas las tiendas, podía obviar el paso del escaldado, que es el más desagradable, y me di cuenta de que el paso olvidado fue precisamente ese: el triturado del producto base, porque Amelia lo pasaba todo por el pasapurés antes de pesarlo y ponerlo en el perol.  Este segundo intento de elaborar mi propia mermelada con el bote de tomates tamizados fue un rotundo éxito y, desde entonces, la fabrico así con cierta asiduidad, y es un acompañamiento ideal para el foie gras, las croquetitas o sencillamente para untar unas tostadas en el desayuno.


sábado, 19 de noviembre de 2011

EL HUMOR EN LA COCINA: COCHINILLO ASADO AL WHISKY

En 1905, Sigmund Freud escribía su obra “El Chiste y su Relación con el Incosnciente”. En él, hacía una división en tres partes de los chistes para su mejor comprensión: la analítica, la sintética y la teórica. Y, naturalmente, comparaba los chistes con sueños.

Es curioso que, sin tanto análisis ni titulación, un buen amigo decía que los chistes más graciosos eran los que tenían como temas fundamentales: el sexo, las cacas y pedos, la muerte y la religión, y que si mezclabas alguno de los temas con otro, pues mejor. Freud hablaba de “eros” y “tanatos” como las dos caras de la vida, y acaso tuviera razón, pero se olvidó de la parte escatológica del asunto en todas las acepciones del término: la excrementicia y la teologal.

Karlos Arguiñano es, además de un magnífico cocinero, un no menos magnífico comunicador y gusta de acompañar sus exposiciones con algún chascarrillo. En cierta ocasión, mientras realizaba una de sus fantásticas recetas, contó un chiste muy culinario, que por otra parte, no admitía traducción a ningún otro idioma que no fuera el español. Decía así: Un señor va a comprar sal y le atiende una chica muy guapa vestida con una minifalda. La chica le pregunta que si la quiere gorda o menuda, a lo que el cliente contesta que la quiere menuda. Al agacharse la protagonista de nuestra historia para cargar la bolsa de sal, le muestra buena parte de sus encantos al hombre, que exclama: me la está usted poniendo gorda. La chica le contesta: no señor, se la estoy poniendo menuda. Y el hombre le contesta: sí, ¡menuda me la está poniendo!


Hay un buen número de restaurantes a lo largo y ancho de nuestra geografía que le dan culto al asunto erótico, y hacen desde panes en forma de penes (a cualquiera se le puede escapar una vocal conforme a los actos fallidos freudianos), hasta recetas más o menos cargadas de erotismo. En cuanto al “tanatos”, la noche de Halloween es propicia para que la gran mayoría de los restaurantes, creen platos más o menos simpáticos que se mofan de la muerte. Así podemos ver las lápidas de escalopines en tinieblas o el suquet de chipirones poseídos, con que nos obsequió nuestro Chef, Ricardo, entre otras delicatessen.


En realidad se trata de recetas tradicionales y lo divertido consiste en pensar los nombres que les podemos dar. A mí se me ocurrió un menú para Halloween, cuyos platos nada tiene que envidiar a los de mi amigo Ricardo, como las tripas de enano lechal con sangre de Hades en salsa del infierno, que no es otra cosa que unos callos a la madrileña, o los calamares muertos en salsa negra podrida sobre lápidas de mármol, o en otras palabras, calamares en su tinta sobre una composición de arroz blanco. De postre, qué hay más suculento que unas tetas de bruja novicia sanguinolentas, o traducido, una panacota con coulis de fresa o tomate…

Para el día 28 de diciembre, que se celebran los Santos Inocentes, he pensado elaborar unos platos algo más escatológicos, como el pis de santo inocente sobre cabello de ángel: una sopa de fideos, seguido de unos testículos de mico viudo de Paquistán al vino del sur de España, que puede traducirse como unos riñones al jerez.  

Reír es, sin duda, algo tan sano como comer e incluso más. Cuando reímos hacemos ejercicio aeróbico que, entre otros beneficios para el organismo, mejora nuestra función cardiovascular y reduce nuestro colesterol total en sangre. Y por si esto fuera poco, psicológicamente, es una terapia total porque hace que nos olvidemos de todos nuestros pensamientos y hechos negativos... No cansa, es divertido y además, gratis.

Hace algún tiempo, me llegó una receta divertidísima que era la del pavo al whisky. Yo la presenté a un certamen culinario convertida en un cochinillo, naturalmente al whisky, con idénticos resultados a la original: http://www.muchogusto.net/recetas/4837/Cochinillo-asado-al-whisky


martes, 8 de noviembre de 2011

LA CURIOSIDAD EN LA COCINA II: VENENOS Y BICHOS HORRENDOS


Conforme terminaba de publicar mi entrada anterior acerca de la curiosidad de los cocineros, o quizá de toda la especie humana, se me vino a la cabeza quién pudo haber sido el primero que probó algunos alimentos, porque el hecho de que Adán se comiera una manzana, suponiendo que sea cierto que lo hiciera y con ello cabreara al mismísimo Dios, entra dentro de la lógica. Primero, porque se lo aconsejó Eva, su señora, pero también por el aspecto apetitoso de la fruta y su magnífico aroma, en especial, recién cortada del árbol. Pero… ¿quién sería el primero que probó las patatas?

La planta de la patata es una solanácea que contiene un alcaloide muy tóxico, que es la solanina. Las patatas son sus raíces, es decir, que para comerlas hay que levantar la tierra y dar con ellas. Los brotes que aparecen en ellas también son tóxicos y, por si esto fuera poco, la propia patata comida en crudo, es bastante desagradable de sabor y también tóxica, aunque en menor grado. Esto me induce a pensar que más de uno, aunque perdido en la noche de los tiempos, puesto que se trata de un alimento ancestral que ya consumían los incas hace unos cuantos años, lo debió de pasar bastante mal hasta dar con las patatitas cocidas, fritas o asadas. No hablaremos de las setas, porque eso sí que debió ser una auténtica lotería.

Si miramos a algunos pueblos primitivos africanos, podemos ver que algunas larvas son para ellos un plato exquisito. Y puede no extrañarnos tampoco demasiado, por aquello del tema de la hambruna que vienen padeciendo desde tiempos inmemoriales. Lo mismo podríamos decir de las hormigas culonas de Colombia, donde tampoco es que se pueda decir que hayan nadado en la abundancia, en cuanto nos alejamos unos cuantos kilómetros de la capital. El primero de los casos expuestos sigue siendo un alimento muy nutritivo, pero bastante cerrado en cuanto a las fronteras. El segundo, ya no, porque las hormigas culonas colombianas son un snack de lujo, no ya solo para los colombianos, sino para el resto del mundo, como los saltamontes y otros insectos enlatados originarios de Tailandia. Y vamos a quedarnos dentro de las fronteras españolas… ¿quién sería el primero que probó la lamprea?... ¿y la espardeña?...

La lamprea es una especie de culebra repulsiva, o de gusano enorme para ser más exactos porque se trata de un invertebrado, y una de las especies más primarias del mundo, que se alimenta de sangre, y cuando la cortas, te deleita con una magnífica hemorragia. En cuanto a la espardeña o pepino de mar (stichopus regalis), para aquellos que no lo conozcan, es mejor ver el video adjunto para comprobar de qué se trata. Por si no tuviera bastante con ser tan feo, está recubierto de holoturina, que es una sustancia venenosa, y hay que ver la facilidad que tiene para ponerse rígido. Pues bien, ambos animalitos son verdaderas delicatesen puestas en manos de los más reputados chefs del mundo. Y también, los dos bichitos forman parte de los fogones de los pescadores desde hace muchísimos años. Claro que si pensamos que cualquier pescador tiene a la mano especies mucho más normalitas como las sardinas, los chicharros… e incluso pececitos de más alta alcurnia como el bacalao, la merluza, o el mero, por citar algunos ejemplos, sin entrar en especies que se escapan del bolsillo como el besugo o la langosta, lo de probar la lamprea, la espardeña o las anguilas, parece un acto de fe, más que de curiosidad.

Hay que tener ánimo para probar una cosa así.

En mi infancia, recuerdo haber probado algunos elementos bastantes repugnantes, aunque exquisitos, como aquel lagarto que correteaba por nuestra parcela como Pedro por su casa, y al que puso fin Manolo, el conductor de mi padre y que nos comimos con cebolla, patatas y tomatito, o las angulas que caían por la catarata de la acequia que desembocaba muy cerquita del hotel Sicania de Cullera, donde olía realmente fatal. El primero forma ya parte de la historia porque, en la actualidad, está prohibido cazarlos bajo multas abultadísimas. Y las segundas también, porque ya no existen ni la acequias ni las angulitas que vivían en ella.

Como última curiosidad diremos que, un buen día de aquellos años, quisimos hacer a la brasa unas navajas que habíamos pescado en la bahía, y que, por darles un poco más de toque quisimos añadir algún marisquito. El chef nos regaló un buen puñado de carabineros, porque entonces solamente servían para hacer caldo. Y precisamente para hacer un caldito de primero, nos regalaron un rape enorme… Disfrutamos como nunca. Es curioso cómo el devenir de los tiempos ha convertido especies casi de desecho en auténticos manjares.

miércoles, 26 de octubre de 2011

LA CURIOSIDAD EN LA COCINA: PAELLA DE "LA ROJA"


Un compañero y buen amigo me dijo el otro día que había que echarle bemoles para añadirle sal a un gin-tonic de Hendriks y Feber Tree, al precio que va la ginebrita y la tónica Feber Tree, por mucha sal austriaca y carísima que fuera. Y lo cierto es que no le falta razón. Sin embargo, he de decir que fue producto de un ataque de curiosidad, y que ya había probado antes con otros gin-tonics más de andar por casa, y que por eso, también, descubrí lo de la Salz Welten, después de haber probado con otras sales como la maldon, la de SeleQtia de Eroski, muy buena, por cierto, la del Himalaya y alguna que otra más sin conseguir el efecto deseado. También intenté poner una hojita de hierbabuena con un resultado deleznable.

El gusto es uno de los sentidos que mantiene más los recuerdos junto con el olfato y el tacto. Basta con tocar un trozo de tela de terciopelo para recordar de por vida cómo es. También cuesta olvidar el aroma de un buen jamón serrano de cerdo ibérico de bellota y, cómo no, quién puede olvidar el sabor de los callos que preparaba nuestra abuela… Es algo imposible.

Por eso, es fácil imaginar que si a un guiso le añadimos alguna especia, o simplemente, lo cocinamos de manera diferente a la habitual, sabrá de determinada manera, y por lo general, no nos solemos equivocar. El problema viene cuando tratamos de saber a qué puede saber algo que nunca ha existido ni siquiera en nuestra imaginación, como la sal sobre un gin-tonic, o la miel de una conífera hecha por nosotros mismos.

Por eso, algo parecido nos ocurrió cuando le dimos un tiento a la miel de ciprés por primera vez, en especial, sabiendo que nos habíamos pasado de maduración, porque el color era ya más tirando a rancio. Pero la curiosidad nos pudo y descubrimos su excelencia y cómo podíamos repetirla sin pasarnos de tiempo.

También hubo algo de curiosidad al mezclar nuestra ensalada de tomate y pepino con plátano de Canarias y leche condensada, aunque en ese caso, nuestra memoria de los sabores nos había dado ya bastantes pistas.

En cualquier caso, la curiosidad es la madre de la creatividad. Si no tenemos curiosidad por saber, nunca daremos los pasos necesarios para crear algo y, no estoy hablando de la creatividad según Meyer o la de los cientos de autores que han definido el término, sino de la mera creatividad de un amante de la cocina.

Por curiosidad se me ocurrió hacer unos callos según la receta del all i pebre y salió algo exquisito. También por curiosidad se me ocurrió lo del caviar de champagne, que ubicado sobre unas ostras… ¡mmmmmm! Eso por no hablar del postre de ceps rebozados, los espaguetis de sepia con gambas al curry de queso, o la ya famosa paella de “La Roja”. Todas estas y muchas recetas más aparecen en el libro Psicología en la Cocina, paso a paso, para que el lector se anime a quitarse el rubor y el estrés, y dedique un ratito a relajarse cocinando. Merece la pena. (Por cierto, que ya estoy preparando una segunda parte con más recetas y consejos como los de esta entrada).

En julio de 2010, cuando se veía venir que la selección española de fútbol podía hacer un buen papel en la copa del mundo, se nos ocurrió que debíamos crear algún plato que nos identificara. Una pizza habría sido muy sencilla de hacer, porque basta con poner el tomate sobre la masa, y una banda de queso en el medio. Pero una pizza no representa a España ni de lejos, así que pensamos que debía de ser un arroz hecho en paella. La idea estaba bien, pero había que darle forma, así que se nos ocurrió que un poquito de salsa de tomate en los laterales podía ser una solución para hacer nuestra bandera española. Aquello fue un desastre, porque la salsa de tomate entraba por el arroz y se distribuía por toda la paella y, por si esto fuera poco, el gusto no era nada del otro mundo, sino más bien malo… nos cargamos la paella.

Sin embargo, un buen día en el que ya estábamos sensibilizados con el tema, viendo unos carabineros sobre el mostrador de la cocina del hotel, nos entró la curiosidad y decidimos hacer una salsa batiendo las cabezas y utilizar los cuerpos para hacer algo en el centro de la paella. Así nació este arroz, cuya base es la de un arroz de mariscos, enriquecido con los carabineros y el caldo de las cabezas para formar las dos bandas rojas de nuestra bandera. Esta salsita no se la comía el arroz y, además, le confería un color más acorde con nuestra Enseña Nacional y… un gusto magnífico.

Lo probé en mi casa, a modo de laboratorio y, efectivamente, quedó maravillosa, aunque ciertamente, un poco fea porque no disponía de las herramientas adecuadas, así es que se la expliqué a nuestro Chef y él la repitió en la cocina del hotel con el mismo resultado, pero esta vez con una vista mil veces mejor. La propusimos como plato a distribuir en todos los restaurantes de toda Cullera siempre que “La Roja” ganara la final y… aquel día 11 de julio de 2010, lo hizo.

Cuando Luis, el jefe de salón, apareció con aquella paella, los clientes lo celebraron con un sonoro aplauso, pero aquello no fue nada comparado con sus comentarios cuando la probaron. Fue una cuestión de curiosidad y tenacidad, o cabezonería, si se prefiere.


Esta fue la primera paella de la roja que hice para mí: fea, pero ¡Qué rica!


sábado, 22 de octubre de 2011

EL ENTRENAMIENTO POSITIVO: ESPAGUETIS CASEROS

                            ESTA ENTRADA ES UN CAPÍTULO DEL LIBRO PSICOLOGÍA EN LA COCINA.

El otro día descubrí un utensilio de cocina ciertamente curioso. Se trata de una máquina que sirve para hacer espaguetis, canelones, lasaña, y tallarines. La vi en un centro comercial y me enamoré de ella en el acto. Ya sé que es muy sencillo ir al “super” y coger una bolsa, porque además, ahora los hacen para todos los gustos, de todos los colores, y tanto en fresco, como en seco. Pero no es lo mismo que comerte una pasta elaborada por ti mismo de principio a fin.

Lo cierto es que mi primera experiencia fue un tanto traumática, como ahora paso a relatar, y es una clara demostración de que el entrenamiento positivo de Skinner es sumamente útil.

En primer lugar hay que elaborar la masa, y siguiendo unas sencillas normas, se consigue con cierta facilidad. Vamos a poner un cuarto de bolsa de harina (unos 250 grs.), tres huevos, una pizca de sal y un chorrito de aceite de oliva virgen extra. Batimos los huevos, les añadimos la harina, la pizca de sal y el chorrito de aceite, y amasamos hasta conseguir una masa compacta, que no se nos pegue a los dedos. Una vez que la tengamos, la dejamos reposar unos quince minutos. Hasta aquí todo bien.

Ahora tenemos que enfrentarnos a la maquinita. Su peso hacía pensar que se trataba de un producto de calidad, y las instrucciones vienen redactadas para cualquiera que no sepa ni siquiera leer, porque son unos dibujos como los de los mueblitos de IKEA.  Así que decidimos hacer lo que decían los dibujitos: Sacamos la máquina de la caja, la acomodamos en un lateral de la encimera, o en una mesa y la fijamos con el tornillo que la acompaña. Seguidamente, ponemos la palanca en el orificio indicado en el primer paso, que es el de chafar la masa. Observamos que viene un regulador de grosor, con muchas posiciones, así que empezamos por la gruesa para facilitar la labor.


                                                          Instrucciones de la máquina.

Volvemos a la masa, que ya ha descansado incluso algo más de esos quince minutos, y la partimos en cuatro trozos, para hacer cuatro bolitas. Cogemos la primera, la espachurramos un poco con la palma de la mano contra la encimera, y la pasamos por la parte ancha de la máquina maravillosa. Le damos a la manivela, y nos sale más chafadita. Ahora ponemos la posición fina y volvemos a pasar la masa, comprobando que, como por arte de magia, se ha convertido en algo parecido a una lasaña muy larga, que ya podemos recortar para hacer canelones o la misma lasaña. Pero habíamos decidido hacer tallarines, así que ahora viene la segunda parte, que es cambiar la palanca de la posición de “planchado” a la de hacer tallarines, coger esa masa planchadita y pasarla por la máquina.

La primera vez, y digo la primera vez porque, por aquello del ensayo-error, hubo unas cuantas, conforme iba cayendo la masa sobre la encimera, se iba convirtiendo otra vez en una bola de masa informe, eso sí, hecha tiritas. Nada, no pasa nada, se vuelve a amasar y empezamos otra vez desde el principio.

La segunda vez, la pasé apoyando la masa planchadita sobre la máquina y estirando de abajo para evitar que cayera sobre la encimera y hacerse otra vez una bola informe… Al momento la masa dejó de correr porque se había pegado a la parte superior de la maquinita, y conforme estiraba, se iba haciendo la cosa más fina hasta romperse. Reconozco que en este punto ya empecé a imprecar, aunque sin perder del todo los nervios. No pasa nada, volvemos a amasar y a empezar desde el principio.

La tercera, que suele ser la vencida, pensé que, añadiendo algún eslabón más a la cadena de conducta, es decir, poniendo un poquito de harina en la parte superior de la maquinita del demonio, la masa correría y, en principio, lo hacía hasta que se quedaba sin la sutil capa de harina y volvía a pegarse en el acero. Sin embargo, esta vez, había conseguido fabricar unos tallarines de buen porte, aunque algo cortos: unos quince centímetros, a pesar de lo cual, me sentí orgulloso. Cuando los intenté colgar de un palo para que se secaran, es cuando me di cuenta de lo ridículos que eran, así que decidí que sería mejor hacer otra vez la bolita, amasarla y empezar de nuevo, o mejor aún, tirar las bolitas de masa a la basura, justo delante de esa maquinita del infierno.

Ya tenía las cuatro bolitas en la mano, dispuesto a arrojarlas, airado, en el cubo de la basura cuando, súbitamente, tuve una visión: Con la mano izquierda podía ir poniendo la tira de masa poco a poco para evitar que se pegara, con la derecha, podía ir recogiendo los tallarines terminados y… ¿Con qué le doy vueltas a la manivela? ¿con la…?... ¿Y si ponía un poco más de harina en las bolitas de masa para evitar que se pegaran a la puta máquina?

Ahí me tienes, amable lector, amasando de nuevo con más harinita, para hacer unas bolitas menos compactas. La cosa es que los dos primeros pasos se me daban ya de maravilla, pero en cuanto quería hacer los tallarines, hay que ver cómo se torcía la tarea. Antes de meter mis planchitas de masa en el agujero de los tallarines, pensé que quizá, si la cortaba por la mitad, resultaría más sencillo que salieran bien y me puse manos a la obra… El resultado final mejoró bastante, pero seguían siendo horribles. No obstante, decidí cocerlos en agua y, sorprendentemente, estaban deliciosos.

Como la experiencia es un grado, la siguiente vez que decidí hacer uso de la maquinita, ya comencé por poner más harina en la masa, de manera que evité los intentos fallidos de la vez anterior. En segundo lugar, recorté las tiras de masa en dos para evitar que me volviera a pasar esa monstruosidad, y finalmente, en algo más de cinco minutos de trabajo efectivo, es decir, descontando los quince minutos de espera, y el ratito de secado en los palos, conseguí confeccionar unos tallarines de bastante buen porte y aspecto casi profesional, aunque ciertamente, me seguían pareciendo algo cortos y pensé que eso se debía mejorar. La siguiente vez, lo que hice fue montar mi (otra vez, y por fin) maravillosa máquina pegada al borde de la mesa, de suerte que la distancia entre la salida de los tallarines y el suelo es de 70 cm., espacio más que suficiente para poder recogerlos y cortarlos al tamaño deseado, o sencillamente, no cortarlos. Así, puedo decidir si los quiero muy largos, medianos o más cortitos.

Hay otra opción, que consiste en hacerlos entre dos personas: una que ponga la masa y la recoja, y otra que le dé vueltas a la manivela. Saben mejor porque estás bien acompañado y además, tu acompañante, te puede sugerir alguna salsita para hacerlos. Si se toma nota de mi turbulenta experiencia, como hice yo, con un poquito de entrenamiento positivo, os auguro un placer incomparable porque los espaguetis que salen de esta máquina son deliciosos, y con dos minutos de cocción, basta para obtener cuatro raciones.


lunes, 17 de octubre de 2011

LA PACIENCIA: MIEL DE CIPRÉS


En más de una receta hemos apelado a la paciencia del cocinero, ya sea por la elaboración del plato o por la tardanza en ver los resultados, como sería el caso de los marinados, o más larga aún, la elaboración de las anchoas, a las que hay que dejar en salazón durante tres meses.

Una conducta común entre los humanos es perder la paciencia cuando se espera algo con vehemencia. Por ejemplo, cuando nos compramos un vehículo nuevo y lo queremos un poco personalizado, tenemos la idea de que en un par de días lo vamos a ver en nuestro aparcamiento. Pero, cuando nos dice el vendedor que es cuestión solamente de esperar unos seis meses… Entonces vamos a otro concesionario, y a otro, y a otro. Pero nos da lo mismo, porque en todos ellos nos dicen lo mismo.

En el caso que nos ocupa, hemos visto cómo en cuestión de segundos, y por arte de la magia de la televisión, se consigue una preciosa miel de abeto en tan solo unos segundos, pero vamos a la cruda realidad.

En nuestro caso, hay unos preciosos cipreses en la puerta de casa que están cargados de bolas con semillas en su interior y, después de documentarnos, hemos descubierto que las propiedades del ciprés son aún mejores que las del abeto, así que hemos decidido elaborar un tarrito de miel de ciprés, como experimento, para más adelante hacerla en mayor cantidad, siempre que el resultado no sea algo deplorable.

Nos imaginamos que el porcentaje de los ingredientes debe ser más o menos el mismo que el que vimos en el reportaje de la miel de abeto, así que nos pusimos manos a la obra: más o menos cinco bolas del ciprés y unos cincuenta gramos de azúcar. Los metimos en un frasco de cristal y los pusimos al cálido sol del verano.
Pasados unos días fuimos a comprobar cómo iba nuestra miel, descubriendo con cierto desánimo que el azúcar se había solidificado y las bolas campaban por sus respetos.

Como si fuéramos tontos de baba, estábamos cada día mirando a ver si nuestra miel estaba ya elaborada… pobres abejitas, si les pasa lo mismo.

Al cabo de un mes, ya ni nos acordábamos de las bolitas del ciprés, ni del azúcar, ni de la miel. Suponemos que esta conducta es similar a la del comprador del coche, que pasados dos o tres meses, casi preferirían otro modelo posterior o… qué más da un coche que otro. Pero un buen día, limpiando el rincón en el que habíamos dejado nuestro tarrito, lo descubrimos, y vemos que en su interior hay unas briznas negruzcas y algo espeso y oscuro en su interior.

Entonces recordamos que eso debe de ser nuestra miel, pero creemos que, pasados tantos meses (debieron de ser unos siete u ocho), aquello es un producto más digno de arrojar a la basura que de una cata culinaria.


                                        Después de cuatro semanas, ya va cogiendo colorcillo y gusto.


Nuestra curiosidad, algo a lo que debemos dedicar un capítulo, nos induce a abrir el tarro, que por cierto está más duro que los cantos rodados, y el aroma… no es malo, no. Todo lo contrario. Metemos la yema del dedo índice, la impregnamos del producto en cuestión y ponemos una mínima cantidad en la punta de la lengua, por si acaso se ha convertido en algún veneno desconocido, comprobando que se ha obrado el milagro y que aquella cosa horrible se ha convertido en algo realmente delicioso: ya teníamos elaborada nuestra magnífica miel de ciprés. Aunque a juzgar por su aspecto, seguramente que ha sobrado bastante tiempo, por lo que el nuevo tarrito que ya hemos dejado al sol, va a permanecer ahí, si es que no lo olvidamos también, unos dos o tres meses nada más. Es solamente cuestión de paciencia… y de memoria.

domingo, 2 de octubre de 2011

EL MEJOR GIN-TONIC DEL MUNDO

No hay placer comparable al de sentarse en una terraza frente al mar y disfrutar de un buen gin-tonic a la caída de la tarde.

El gin-tonic debe llevar solamente lo que indica su nombre: ginebra y tónica. Sin embargo hay quien se empeña en añadirle jugo de lima o de limón, desequilibrando la perfecta simbiosis de ambos elementos.
Quizá, para comprender mejor lo que debe ser un gin-tonic haya que echar mano de su historia; una historia que casi todo el mundo conoce, pero que nadie pone en práctica…

Nos hemos de trasladar al año 1783, cuando Johan Jacob Schweppe, un joyero residente en Ginebra, descubre la forma de añadir anhídrido carbónico al agua envasada en botellas, y con esto inventa el sifón, o para los más técnicos, el agua de soda. Con la patente, se traslada a Londres, donde este tipo de bebidas está de moda, y funda la compañía Schweppes & Co.

Casi un siglo después, en 1870, en plena expansión de los ingleses en La India, se dispara una gran epidemia de malaria y los médicos prescriben un extracto de corteza de quinina para paliar sus efectos. Schweppes & Co. Añaden dicho extracto a su bebida de soda y con ello nace el agua tónica, de sabor menos desagradable que el de el medicamento en sí. El resto de la historia se puede imaginar conociendo a los ingleses… Una pizca de ginebra en el producto generaba un efecto más demoledor para la enfermedad y, por supuesto, mucho más agradable para el paladar.

Si nos atenemos a esta receta, es fácil concluir que el gin-tonic original consistía en una mínima, o para ser claros, y si conocemos bien a los ingleses, una buena cantidad de ginebra mezclada con ese tónico descubierto por Schweppe. Se dice que la ginebra utilizada era la Bombay porque se fabricaba en dicha ciudad.

Podemos estar de acuerdo en que es necesario añadirle hielo a la mezcla, y más aún en que si ponemos hielo de iceberg, es decir de agua superpura, pues mejor que mejor, pero resulta que no es tan fácil encontrarlo en todas las latitudes, así que vamos a conformarnos con un hielo de agua menos pura, que se puede fabricar en casa con agua mineral de montaña, o si se quiere ser más purista, con esa misma agua tratada por ósmosis inversa.

Ahora nos falta el aroma. Si mezclamos limón o lima con nuestro coctel, directamente nos lo cargamos porque la preciosa burbuja de la tónica se deteriora con el ácido del limón.
Hay bares muy refinados que lo que hacen es exprimir cuidadosamente la piel del limón contra el cristal del vaso, pensando que así solamente queda el aroma de la fruta, pero nada más lejos de la realidad. Ese extracto viene con multitud de impurezas que van a parar a nuestro delicado estómago, y el olor es tan penetrante, que puede con la delicadeza de los aromas que componen la ginebra. 

Hay un acuerdo casi generalizado en que la cantidad de ginebra que debe llevar el gin-tonic perfecto es de 6 cl. Pero no estamos de acuerdo en absoluto porque, dependiendo de la ginebra o de la tónica que utilicemos, debe variar a más o a menos.

Para Schweppes, el gin-tonic ideal consiste en utilizar un vaso ancho con cuatro hielos y escanciar en él los consabidos 6 cl. De ginebra, por supuesto al gusto, y una tónica de su marca, removiéndolo después.  Sin embargo, para Hendricks, lo ideal es poner 6 cl. de su magnífica ginebra en un vaso ancho con los mismos cuatro hielos, y rellenar con tónica al gusto. Otro tanto ocurre con el resto de las ginebras y de las tónicas, para todas las cuales, el mejor gin-tonic del mundo se debe elaborar exclusivamente con su producto.

Hay ginebras que, ya sea por su grado de alcohol, que debería girar en torno a los 43º y los 47º, o por su aroma, que está en función de los elementos que componen su destilado, pueden resultar en exceso aromáticas, o embriagantes si mezclamos esos 6 cl. con tónica, quedando mucho más rica una cantidad algo menor: entre 4 y 5 cl.  Y por el contrario, hay otras de menor grado alcohólico que requieren entre 7 y 8 cl. para hacernos disfrutar de nuestro cóctel.

Entrando en el capítulo de las tónicas, hay algunas marcas como la madre del invento, que resultan mucho más ácidas que otras, por ejemplo la Feber Tree, a la que nuestro ilustrísimo Ferrán Adriá encumbró en su momento, al ser la que él consume en sus mezclas, y ya se sabe que si un genio como Adriá la aconseja, será porque es buena.

Antes de pasar al gin-tonic ideal, vamos a revisar algunos de los más abominables que nos han perpetrado en nuestra vida.

En cierta ocasión, un barman, y desgraciadamente no es el único, nos colocó un buen chorro de zumo de limón en el fondo del vaso para destrozar por completo lo que podía haber sido algo menos insultante. Otro de los peores gin-tonics que hemos probado en nuestra vida (puede que el peor con diferencia), nos lo ajustició otro saleroso barman, al que se le ocurrió que era una idea genial agitar la botella de tónica y hacer una pequeña incisión en la chapa, de manera que el líquido salió a presión, naturalmente destrozando la burbuja.

Las propias marcas, quizá por eso de ser ingeniosas, también se buscan la mejor manera de estropear algo que puede resultar delicioso en extremo. Por ejemplo, Hendricks aconseja acompañar su gin-tonic con una rodaja de pepino, porque en su composición es el ingrediente estrella. Yo no me imagino tomar un gin-tonic de ginebra Bombay Sapphire con una barrita de regaliz dando vueltas por mi vaso, por la simple razón de que sea uno de sus ingredientes estrella, y aborrecería si me sirvieran un gin-tonic de London Gin con una barrita de canela.

Vamos a dejar a elección del consumidor la marca, tanto de la ginebra como de la tónica, dejando claras las advertencias de que hay ginebras muy aromáticas y otras menos, así como tónicas más acidas que otras. En el caso de las tónicas, también es recomendable acertar con la burbuja, puesto que también hay variaciones de unas marcas a otras.

No pensemos que el precio de los ingredientes va a resultar clave para el producto final, puesto que hay ginebras baratas con las que se obtiene un resultado más que aceptable. Que nadie se olvide de Humprey Bogart con su ginebra Gordons a bordo de la Reina de África.

Y con estas premisas, vamos a elaborar el mejor gin-tonic del mundo. El vaso es uno de los elementos fundamentales. Habitualmente se habla de vaso ancho, pero es mucho mejor una copa que cierre un poco por la boca para poder percibir mejor todos los aromas. También nos va a permitir disfrutarlo sin necesidad de calentar el contenido con nuestras manos si la cogemos por el pie. En cualquier caso, nunca, absolutamente nunca, utilizaremos vasos de tubo.

Pondremos en el interior tres o cuatro cubitos de hielo del más puro que podamos obtener y enfriamos con él la copa girándola sobre sí misma.

La naranja y El limón son algunos de los ingredientes más generalizados a la hora de realizar el destilado de la ginebra, y por eso hay quien considera que es preciso poner una rodajita de limón o al menos una peladura fina. Lo ideal es obviar este paso, pero en cualquier caso, es mucho mejor poner una hoja tierna de limonero, que nos va a aportar una sutil aproximación al aroma del cítrico, sin desprender nada de sí. Además, el color verde intenso resulta muy agradable a la vista.

Vamos a tener en cuenta lo que apuntábamos acerca del aroma y el grado de alcohol para calcular la cantidad de ginebra necesaria y, aunque cada cual es muy dueño de su paladar, nosotros nos decantamos por dos ginebras, desgraciadamente, de las caras, aunque una de ellas mucho más asequible que la otra: Bombay, preferiblemente Sapphire y Hendricks. La primera tiene 47º, y un buen aroma, por lo que pondremos 5 cl. La otra tiene un grado alcohólico menor, pero un aroma muy marcado a pepino y a pétalos de rosa, con lo que vamos a poner la misma cantidad de 5 cl.

Nos queda la tónica. Para el gin-tonic de Bombay, la compañera ideal es la tónica Schweppes, porque acompaña el cítrico de la tónica al ya utilizado en la confección de la propia ginebra. En el caso de la Hendricks, la perfecta compañera es alguna tónica más suave de cítrico y más intensa de sabor, como la Fever Tree. Este combinado resulta bastante caro, pero hay que tener en cuenta que el placer de beber un gin-tonic relajado merece la pena.

Si queremos darle un toque exótico a nuestro gin-tonic perfecto, lo ideal es lo siguiente: tomaremos una copa algo cerrada de boca y le pondremos cuatro cubitos de hielo puro. A continuación añadiremos de 5 a 6 cl. De Hendriks gin y verteremos con cuidado por uno de los laterales una botella de tónica Fever Tree para no perder ni un ápice de su burbuja. Por último tomaremos un molinillo de cristal con Ursalz los Alpes de la casa Salz Welten y daremos dos leves giros sobre nuestro combinado. Es importante usar esta sal porque no es agresiva con la delicada burbuja de la tónica y sin embargo le aporta unos aromas y un retrogusto salado que contrasta con el dulzor de la ginebra. Sencillamente excelente.