sábado, 5 de junio de 2021

HUEVAS DE SEPIA AL PIMENTÓN

 Las huevas de sepia son al pescado como la casquería a las carnes: te pueden enamorar, o dar auténtico asco. Se trata de un producto blando y con un aspecto poco agraciado, algo así como los pepinos de mar.

Hace ya unos cuantos años que las probé por primera vez. Fue en un chiringuito de la playa de Cullera y reconozco que lo hice porque un amigo, que fue quien las pidió, no paraba de alabar sus bondades. Lo cierto es que estaban exquisitas.

Dado este primer paso, intenté comprarlas en algún mercado, pero parecía un elemento reservado a los chiringuitos y bares de playa, porque era imposible encontrarlas, hasta que, un buen día, descubrí que las vendían solamente los fines de semana y, lo curioso, es que, a pesar de ser un producto barato, es bastante selecto incluso en los mercados de playa, donde no es que abunden, pero tampoco es algo difícil de obtener.

Por lo general, en los bares y chiringuitos, se sirven hechas a la plancha, con salsa Mery y mahonesa. También les ponen unos cuartos de limón, pero es totalmente superfluo.

En la actualidad, se me suelen antojar los viernes, que es cuando las sacan a la venta y con cuatro unidades da para una buena cena (yo me suelo apañar con tres).

La elaboración es sumamente sencilla pues solamente hay que ponerlas en una sartén o una plancha, dejar que se doren dándoles la vuelta y finalmente añadirles la salsa Mery, que no es otra cosa que ajo bien picado, perejil también muy picado y AOVE al gusto. A mí me gusta espolvorear un poco que pimentón de La Vera picantito y acompañarlas con una cucharada de mahonesa. Naturalmente, si acompañamos también con un trozo de pan, pues aún mejoran más.

En cuanto al pan, el otro día leí un tuit en el que explicaban cómo congelar y descongelar el pan y decía el comunicante que la clave para que esté rico es utilizar pan del bueno. Yo no estoy en desacuerdo, pero para mí la clave es que la barra esté recién horneada y, sin sacarla de su bolsa, meterla en el congelador lo antes posible, cuando aún esté calentita. Para descongelarlo, nuestro amigo tuitero aconsejaba que se hiciera en el horno precalentado. No es necesario. La mejor forma de descongelar el pan es dejar la barra al sol y en media hora la tendremos como cuando la metimos en el congelador. Incluso calentita.

 


lunes, 22 de marzo de 2021

ALIMENTACIÓN VARIADA Y SOBREPESO

Hace unos diez años, movía un volumen de algo más de 93 kilos y se me antojó que era demasiado, así que decidí que debía bajar algo de peso.

En algunos manuales aconsejaban cerrar el pico como medida más rápida de reducir el sobrepeso, en otros daban algunos consejos como el de comer solamente verduritas, carnes a la plancha y pescados al vapor. Al parecer, nadie pensaba en una solución menos drástica y, sin embargo, más duradera, porque, de hecho, las personas que conozco que se han sometido a planes y regímenes digamos duros, han recuperado su peso original en apenas unos meses, por ejemplo, mi hermano.

Es evidente que, si rebajas un poco, pero eso sí, solamente un poco la cantidad de alimento ingerido va a coadyuvar con el fin deseado de rebajar también el peso y, si además eres constante, aunque al principio cueste un poco, con el tiempo te vas a acostumbrar a desechar ese sobrealimento que genera el sobrepeso. Un paso más es programar el tipo de alimentación diaria de suerte que si combinamos los elementos básicos, conseguiremos comer de manera variada sin tener porqué renunciar a ningún plato de esos que molan.

Con este planteamiento y a sabiendas de que como todo en esta vida requiere constancia, paciencia y un poco de fuerza de voluntad, se puede disfrutar de una alimentación saludable. Karlos Arguiñano suele decir que hay que comer un poco de todo y un nada de mucho, y no le falta razón.

Si planteamos un programa semanal de recetas, es importante que, si el lunes nos hacemos unas legumbres, naturalmente acompañadas con algo de enjundia (choricito, oreja, panceta…) el martes podemos hacernos un bacalao al ajoarriero, que no está nada mal. Para el miércoles, un entrecot, o un solomillo a la parrilla con guarnición de patatas o verduras, no deja de ser una delicia sana y con un buen aporte de proteínas y hierro. El jueves es un día magnífico para dedicarlo solamente a las verduras, como por ejemplo un brócoli, unas coles de Bruselas, una coliflor o un repollo y, para semanas posteriores, podemos preparar una lombarda o una ensaladilla rusa. Para el viernes, podemos preparar un guiso de conejo o pollo y guardar lo que nos sobre para una magnífica paella valenciana que degustaremos el domingo. Nos queda el sábado, ese día en el que podemos dedicar un buen rato a la relajación en la cocina y enfrascarnos en alguna receta de más enjundia, como, por ejemplo, unos calamares en su tinta, algo de pasta con salsa boloñesa o carbonara, o un magnífico suquet de rape.

Lo ideal es no repetir menú, aunque nos adaptemos a los elementos básicos, es decir que en el tema de las legumbres, podemos alternar cada semana las alubias blancas por pintas o rojas, un cocido con garbanzos o unas lentejitas. El bacalao al ajoarriero lo podemos cambiar por unas cocochas con gulas al pilpil, una merluza en salsa verde o cualquier otro pescado. El día de las carnes rojas, anda que no hay dónde elegir: un ragú, unas carrilleras, de cerdo o de ternera, una caldereta de cordero o, porqué no, unos callos o un codillo. En cuanto a las verduras, hay también unas cuantas posibilidades además de las apuntadas, como por ejemplo un hervido valenciano con su patata, su cebolla su tomatito y sus judías verdes. El día de las carnes blancas, también hay un abanico bastante atractivo como unas chuletas de cerdo a la plancha, unas costillas al horno, un magret de pato, unas pechugas de pavo, unos sanjacobos… Total nada. En cuanto al sábado, sigo apelando a la creatividad porque es ese día loco en el que podemos cocinar sin prisas y, por último, a mí los domingos me gusta hacer algún arroz seco en paella, meloso de carne o marisco y, por supuesto, una fideuá.

El capítulo de cenas es igual. Tengo por costumbre hacerme un bocadillito, que voy combinando en función de la comida. El más habitual es el de jamón de ibérico de bellota solo, con tomate rallado, con queso manchego curado o todo junto. Pero también me apetece de sardinillas en tomate, de mejillones en escabeche, alguna ensalada, un revuelto de ajetes si es temporada como ahora, unos tirabeques con jamón, alguna sopita ligera o, como esta noche, unas gulas a la bilbaína quizá con un poco de beicon.

Como se puede apreciar, no paso nada de hambre, como lo que me da la gana, siempre acompaño las recetas con un poquito de pan y…  lo más importante, en estos años he bajado de los 93 kilos a 81.   

lunes, 15 de marzo de 2021

LA INVESTIGACIÓN EN LA COCINA: LAOGANMA (LAO GAN MA)

Hace unos días recibí un correo de tuiter dirigido por “El Comidista” en el que se hablaba de las bondades de una salsa china denominada Laoganma o Lao Gan Ma. Decía que es tendencia en las cocinas del mundo entero desde el año pasado, pero cuando investigas un poco, descubres que: primero, Lao Gan Ma es la marca de la salsa y segundo, que lleva en el mercado desde más o menos finales del pasado siglo.

Como psicólogo, sobre todo, y como cocinero o cocinillas, según se mire, después, desde el momento en que leí ese tuit sentí la perentoria necesidad de probar esa supuesta maravilla culinaria, y no he parado hasta conseguirla.

Cerca de la calle Orense, en General Margallo, hay un supermercado en el que venden productos chinos de todo tipo llamado Iberochina y supuse que ahí la encontraría. En efecto, bajo la misma marca, había diversos tipos de salsa. He comprado las dos más aconsejadas por el tuit de El Comidista que son la tradicional y la de cacahuetes. También he traído una bolsa de fideos chinos de trigo para elaborar una sopita y enriquecerla con la salsa. Ya hablaré del resultado en una futura entrada.

En primer lugar, lo que no he podido resistir, ha sido la tentación de abrir el frasco y darle un tiento. Pica. Es muy picante y con un sabor muy intenso, pero enseguida aparecen por la cabeza la cantidad de usos que se le puede dar. Había en la nevera un cacito con sopa de fideos que sobró del cocido de mediodía y decidí calentarla y ponerle una cucharadita de mi flamante Lao Gan Ma. Cierto es que la sopa de cocido, per se, es una delicia, pero el toque picantito que le aporta la salsa, la convierte en algo sublime porque, al usar una cantidad comedida disuelta en el caldo, resulta que el picante queda muy tamizado y solamente se aprecia el regusto, el umami.

Conforme vaya haciendo pruebas, iré añadiendo alguna entrada que contenga el ingrediente.


domingo, 7 de marzo de 2021

LOMOS DE MERLUZA EN SALSA DE ESCALIVADA

 

Mi vena barcelonesa, porque yo creo que es solamente una y para mí que es un capilar, me ha llevado estos días a darme un paseo por la cocina catalana y elaborar un par de platos originarios de allí. Como estamos en temporada, pregunté en la verdulería gourmet que han abierto cerca de casa, si me podían conseguir unos calçots. En el resto de las tiendas no había ni asomo de ellos, pero aquí me proporcionaron un manojo de 20 sin problemas. Así que me elaboré una salsa romesco y, después de limpiar bien mis calçots, los puse en papel de plata y los cociné en esa especie de paella pizzera que se puso de moda hace unos años y que me da que en todas las casas hay alguna, aunque no se utilice para nada. La cuestión era asarlos sin machar nada en absoluto y, a pesar de que no es lo mismo que hacerlos con su barro en las brasas, quedaron bastante dignos y la salsa, al ser casera, quedó espectacular.

Lo de mi vena barcelonesa viene de que mi madre nació en Barcelona y, aunque se fue pronto a Cuenca y luego vivió en Valencia hasta recalar en Madrid, mantenía el gusto de su infancia de comer escalivada, butifarra, munchetes y otros productos típicos de la Comunidad Catalana. Los calçots nunca los comí en mi casa porque, si ahora es casi imposible encontrarlos en Madrid, en aquellos tiempos era absolutamente impensable.

Al comprar los calçots, vi que tenían otros productos de calidad suprema y se me antojó una escalivada con calabacín, pimiento, berenjena, tomate, cebolla, ajos y un calçot del manojo, que era a todas luces enorme. Para evitar manchar, procedí de la misma manera que para “brasear” los calçots, es decir, cubrir cada producto con papel de plata, una pizca sal y un chorrito de aceite, y hacerlos en el mismo cacharro. Lo cierto es que el resultado sigue siendo igual de digno y estaba ciertamente rica, aunque salió demasiada cantidad y sobró un buen táper, así que lo puse en la nevera para otro día.

Quiso la fortuna que Gloria trajera unos lomos de merluza sin espinas con bastante buena apariencia, así que se me ocurrió que si los acompañaba con el resto de la escalivada podían estar muy ricos, pero aquello quedaba en mi imaginación un poco deslavazado, así que se me ocurrió que si batía la escalivada y le ponía una pizca de guindilla podía mejorar bastante y… así lo hice.

Una vez batida, puse el puré en una sartén con una guindilla pulverizada y una pizca de vino para conseguir una textura más agradable y un sabor diferente. Cuando estaba cociendo, puse los lomos de merluza, tapé la sartén y apagué el fuego para que se hicieran con el calor residual. El resultado lo he escrito en esta entrada para no olvidar cómo lo hice, porque estaba realmente delicioso.

Por si alguien duda de la cocina de aprovechamiento, también había en la nevera otro táper con puré de patata y fue el acompañamiento ideal.



jueves, 4 de marzo de 2021

ZARAJOS

 

Hoy vamos a adentrarnos, de nuevo, en la casquería, ese submundo cárnico al que puedes adorar u odiar con la misma facilidad. Reconozco que, al menos en mi caso, no hay término medio, porque hay productos de casquería que me vuelven loco, y otros que me producen, al menos cierto reparo (entiéndase asco), aunque son clara minoría. Y, curiosamente, un mismo producto me puede producir reacciones contrarias dependiendo del animal del que procedan, por ejemplo, el hígado, ya que el de conejo, de pato, de pollo y hasta incluso el de cordero me encanta bien fritito o en algún otro tipo de preparación y, sin embargo, el de ternera o cualquier otro animal de más envergadura me produce repelencia.

En el caso que nos ocupa, los zarajos, que son básicamente lo mismo que las gallinejas, me pueden transportar al cielo. ¿Cuál es la diferencia entre ambos productos? Pues básicamente que los zarajos son más de Cuenca y las gallinejas de Madrid, pero en ambos casos estamos hablando de tripas fritas de cordero o de cabrito. En el primer caso se enredan en un par de ramitas de sarmiento dándoles una forma más redondeada, y en el segundo son los trocitos de entresijos los que ayudan a dar la forma sin que se desbarajusten. Así que no es de extrañar que hayan sido denominados con diferentes nomenclaturas, porque si, así de entrada, nos dicen que vamos a degustar un plato de tripas enredadas, o de tripas con entresijos, a lo mejor ni si quiera nos molestamos en probar. El nombre de las gallinejas lo da el origen de la receta, pues, al parecer, en sus albores, se elaboraban con las tripas de la gallina, pero luego la cosa derivó.

Me reconozco amable consumidor de ambos productos, pero siempre en bares y tabernas, en especial, en la famosa “Freiduría de Gallinejas” de Embajadores y, los zarajos, en una taberna que hace chaflán en la calle Andrés Mellado, cuyo nombre no recuerdo, a la que me llevó por primera vez mi hijo, otro gran consumidor del producto en cuestión. Antes las había consumido el Cuenca y aledaños, como el morteruelo, otra posible guarrería celestial.

La primera vez que vinieron a casa para ser elaboradas en mi cocina supe enseguida que algo había fallado, porque estaban realmente malos. Olían fatal y sabían aún peor. Por aquellos tiempos aún no existía Internet y me limité a sacarlas del paquetito y a comerlas sin ninguna otra medida de cocinado. Afortunadamente no las tiré a la basura y se me ocurrió que, tal vez, bien fritas, podían mejorar, como así ocurrió.

En la actualidad las hago conforme a una receta que descubrí navegando por la Red y que me pareció que podían quedar sublimes. La idea es hacerlas rodajas, salpimentarlas y untarlas con aceite, ajo y perejil antes de freírlas durante un buen rato en aceite bien caliente.

Mi padre era de Santa Cruz de Moya, un pueblo de la Serranía de Cuenca que linda con Valencia y Teruel. Él consideraba que eso de los zarajos era una porquería, pero mi tío Antonio no opinaba de la misma manera y me llevó a probarlas al bar del pueblo donde solía ir a tomar el aperitivo. En realidad, su idea no iba encaminada a comer zarajos, sino a dar una vuelta y tomar una cerveza fresca después del paseo, pero ahí fue donde los probé por primera vez en mi mocedad (o más bien en mi niñez) y donde me enamoré de ellos.

En esta ocasión los acompañé de una parmentiere 






sábado, 13 de febrero de 2021

CROQUETAS LÍQUIDAS (SIN MASA FILO)

 

Hace ya unos cuantos días que venía maquinando la elaboración de unas croquetas líquidas de jamón ibérico y queso, pero no tenía nada claro cómo afrontarlas. El sistema de Ferrán Adriá de envolverlas con masa filo se me hizo bastante engorroso una vez que las elaboré hace ya unos años y, de hecho, no las he vuelto a hacer.

Se me ocurrió que, si quitábamos las pasta filo y la sustituíamos por algún tipo de gelatina, como la cola de pescado, se podría majear bien en frío y, al freírlas, volvería a su estado líquido original. Y este fue el momento de darse una vuelta por Internet para comprobar si algún cocinero osado había tenido el mismo pensamiento que yo y… lo había. Y no uno ni dos, lo cual me hizo pensar que mi idea no era tan descabellada.

De mi índice de problemas que podrían surgir, aparté unos cuantos, pero la experiencia previa de estos locos de la cocina me hizo coger confianza en mi proyecto.

En primer lugar, si queremos que el resultado quede líquido, la masa debe de quedar líquida, es decir, que hay que olvidarse de la idea original de lo que es una besamel para croquetas. Pero hay que envolverlas y la masa ha de quedar lo suficientemente dura como para poder moldearlas y, por último, queda freírlas a ser posible, sin que exploten. Vamos a ver el proceso entero de elaboración.

Jamón serrano de ibérico de bellota cortado en finas láminas

Un trocito de queso emmental

50 gr de harina

1 nuez de mantequilla

2 hojas de cola de pescado

250 cl de leche

Pan rallado

1 huevo

Aceite de girasol o AOVE suave

 

En primer lugar, vamos a poner la cola de pescado en un cazo con agua fría para que se regenere y, mientras tanto, ponemos la nuez de mantequilla en una sartén para que se derrita. Echamos una cucharadita de harina y dejamos que se cocine durante unos minutos. Cuando veamos que va tomando color tostado, añadimos la leche y damos vueltas para que se incorpore bien.

 

Escurrimos las láminas de gelatina y las añadimos a la besamel sin dejar de remover y, a continuación, añadimos también el jamón picado muy fino y el queso y seguimos removiendo hasta que se derrita por completo. Retiramos del fuego y dejamos que se atempere. Ya he dicho que tiene que quedar completamente líquido porque la gelatina va a hacer su trabajo. Cuando veamos que está frío, cubrimos la masa con papel film y la metemos en la nevera.

 

Al día siguiente, veremos que la masa está dura y maleable, por lo que podemos pasar a la elaboración de nuestras croquetas. Yo he utilizado una cucharilla francesa de tamaño mediano, porque me daba un tamaño idóneo para sacar croquetitas de bocado, que es lo que corresponde pues han de comerse de una sola vez para disfrutar del relleno.

 

Ponemos el resto de la harina en un plato a la izquierda, batimos el huevo y lo colocamos en el centro y en otro plato, a la derecha, ponemos el pan rallado.

 

Con la cucharilla francesa vamos sacando pequeñas porciones de masa y las ponemos sobre la harina, luego las embadurnamos con el huevo y por último, las rebozamos con el pan rallado y les damos la forma que deseamos.

 

Podemos dejar nuestras croquetas en un túper, en el congelador y consumirlas cuando nos apetezca.

 

Ahora viene el momento más delicado, que es freírlas. Ponemos en una sartén una cantidad generosa de aceite (a mí para este tipo de frituras me gusta utilizar el de girasol) y dejamos que se caliente bien hasta que humee un poco. Vamos echando las croquetas congeladas de pocas en pocas para evitar que se enfríe el aceite y cuando veamos que están tostaditas, las vamos poniendo en un plato con un papel de cocina absorbente.

 

Hay que comerlas recién hechas para poder disfrutar del sabrosísimo relleno y apretarlas con la lengua hacia el paladar para que exploten en la boca.




 

sábado, 6 de febrero de 2021

ARROZ BLANCO CON TOMATE (A LA CUBANA)

Este es uno de esos platos que me llevan directamente a la más tierna infancia. En mi casa se hacía al menos una vez a la semana, igual que la paella, aunque la paella caía siempre, siempre en domingo y este arroz con tomate y huevos fritos era más propio de los jueves. Es curioso lo sistemático que se manejaba el recetario en mi familia.

Mi madre, que como ya he dicho en muchas ocasiones no ha cocinado en su vida, o al menos en la mía, era una maniática de la reiteración en las recetas. Me explico: salvo en verano, no sé qué se comía a diario en casa porque mi hermano Jorge y yo siempre comíamos el “delicioso” recetario de los jesuitas del colegio Nuestra Señora del Recuerdo, donde nos surtían de sopas de fideos, de estrellas, de letras… Y de segundo no solían faltar los prehistóricos palitos de merluza con espinas (no sé si aquellas espinas las ponían después de fabricarlas para justificar el origen incierto del producto), el lomo o las chuletas de cerdo y los huevos.

Pues bien, el único día que comíamos es casa, que era el domingo, porque el sábado había cole, el menú lo componían una especie de “paella”, que era arroz con pollo, verduras y cosas, de primero, y un pollo encebollado de segundo. Y las cenas, que esas sí que caían todos los días, consistían invariablemente en un hervidito valenciano, con sus judías verdes, su patata y su cebolla, y una merluza rebozada y frita.

He de reconocer que hubo algunos tiempos gloriosos en los que Amelia nos hacía pizzas, canelones y alguna que otra exquisitez italiana, pero la vida sigue y todo evoluciona… bueno, casi todo.

De los mejores recuerdos que guardo en mi memoria, no solamente culinaria, sino general, figura la paella que hacía junto con mi padre en el paellero del chalé de La Florida. En realidad, él solamente echaba el arroz, porque todo lo demás venía preparado desde la cocina, pero no importaba, porque era ese rato que pasaba hablando con él y me contaba historias familiares y de sus negocios. Pero vamos a nuestra receta.

En casa, el arroz blanco se servía solamente con tomate y huevo frito. Sin embargo, en el hotel Sicania iba acompañado con un plátano frito. Si tenemos en cuenta que a mí no me gusta el plátano, ni crudo ni frito, podemos dar por hecho que me sobra como ingrediente, aunque en la mayoría de las recetas que aparecen por Internet, figura como algo fundamental. En cualquier caso, si lo cortamos en láminas y las espachurramos con ayuda de papel film y el fondo de un cazo, de manera que queden finas y feas, si las rebozamos en harina y huevo, y las freímos en aceite muy caliente, quedan crujientes y pueden resultar un buen acompañamiento.

En cuanto al arroz, hay quien habla de las excelencias del basmati y de otros tipos de arroz alargados, pero queda mucho más rico con el senia, el albufera o, (¡qué carajo!) con el bomba de toda la vida.

Quizá la gracia esté más en la salsa de tomate, porque el que servían en el colegio llevaba una especie de fluido acuoso de color rojizo que en nada recordaba al de casa y en el Sicania, era menos acuoso y ciertamente más sanguíneo, pero, así mismo, con muy poca gracia.

Empezaremos elaborando una buena salsa de tomate, para lo cual, utilizaremos media cebolla cortada en brunoise fino y la ponemos en una sartén con una pizca de sal y un chorrito de AOVE con fuego muy bajo y la tapa puesta para que sude hasta que quede pochada. Añadimos una cucharadita de pimentón dulce, removemos, echamos un vasito de vino y dejamos que se vaya eliminando el alcohol. Finalmente, ponemos un bote de tomate tamizado y removemos de vez en cuando.

En cuanto al arroz, hay a quien le gusta sin nada de almidón. Esto se consigue lavándolo con agua en un colador o, directamente con el basmati lavado. También hay quien prefiere que conserve el almidón para que quede más pastoso. A mí, para hacerlo en esta elaboración, prefiero dejarlo con su almidón y sofreírlo con una cucharada de AOVE antes de echar el agua. También me gusta poner uno o dos dientes de ajo machacados y en camisa, y una pizca de sal.

Para terminar, freímos dos huevos al gusto, es decir que al que le gusten con puntilla que los fría con bien de aceite muy caliente y a quien le gusten “sin pompitas” (esta expresión es de una amiga de mi hija) mejor freírlos con menos aceite y a menor temperatura.